Al redactar este post, y teniendo en cuenta que hoy es San Valentín, me vienen a la cabeza varias opciones. La primera es publicar algo sensible y romántico con un almibarado final feliz, lo cual no sería una mala opción, aunque sí la más previsible, y la segunda es escribir algo más reivindicativo, que es por la que, finalmente, me he inclinado. Sí, lo reconozco, soy una inconformista con los convencionalismos sociales. No me gusta que nadie me diga lo que tengo que hacer ni cuando lo tengo que hacer y aun me gusta menos seguir las tradiciones, sobre todo si se han capitalizado tanto como la de San Valentín. En Navidad, ya puse en su sitio al gordinflón de Santa Claus. Ahora es el turno de vapulear un poco al dulce niño con alas, flechas y mala puntería.
Antes de entrar en materia, veamos de donde viene esta tradición. Al parecer, el origen de esta celebración se remonta al siglo III, en Roma. El emperador Claudio II había prohibido la celebración de matrimonios para los jóvenes, ya que consideraba que los chicos solteros y sin ataduras familiares eran mejores soldados. Ante esta perspectiva, un sacerdote (San Valentín) hizo caso omiso a esta prohibición, ya que la consideraba injusta, y procedió a celebrar matrimonios en secreto.
Al enterarse, el emperador ordenó el encarcelamiento del sacerdote y lo puso bajo la supervisión de un oficial llamado Asterius, el cual, en un intento de dejar en evidencia al sacerdote, le retó a devolver la vista a una de sus hijas, ciega de nacimiento. El milagro se hizo posible y la joven Julia recuperó la vista. Asterius y su familia se convirtieron al cristianismo, pero el sacerdote siguió encarcelado hasta que, finalmente, el emperador dio las órdenes de martirio y ejecución, que fueron llevadas a cabo el 14 de febrero del año 270. En agradecimiento, Julia plantó un almendro junto a la tumba del sacerdote, como símbolo de amor y amistad.
Una historia agridulce y probablemente desconocida por mucha gente. En la actualidad, San Valentín ha dejado atrás su faceta de mártir para adoptar la siempre cómoda y universalmente aceptada careta del capitalismo. Y encontramos al santo, reconvertido en un gordezuelo y simpático angelillo, por todas partes: en los centros comerciales, en las joyerías, en las pastelerías, en las floristerías… todo vale con tal de vender. Por otro lado, en estas fechas suelen darse numerosas discusiones de pareja, posiblemente producidas por la supuesta obligación de comprar un obsequio a la persona amada. Si por cualquier casualidad, te olvidas del día que es, es posible que aparezcan problemas en el paraíso.
También son destacables las tendencias opuestas que aparecen en las redes sociales, una a favor del santo (la que menos) y otra en contra del mismo. Supongo que cada vez somos más lo que nos desmarcamos de tanto convencionalismo social, sobre todo cuando tiene una vertiente capitalista la mar de sospechosa. Pero, ¿qué pasa si no hago regalos a mi pareja ese día en concreto? ¿le quiero menos por ello? Pues no, lo que ocurre es que hay mucha gente que cree que exhibir esta muestra de afecto ante todos o en privado, va a hacer más creíble el amor que le tiene a su pareja. Craso error.
Tenía una compañera de trabajo que siempre recibía para estas fechas un enorme bouquet de rosas rojas. Eso sí, el tipo no pasaba prácticamente tiempo con ella, siempre andaba trabajando arriba y abajo. Aunque el gesto era muy bonito, en mi opinión una cosa no compensaba a la otra. Mi marido mismamente no suele regalarme nada para estas fechas. Eso sí, cada vez que va a Madrid me trae una enorme caja de bombones o cuando tiene un desayuno de trabajo cerca de la pastelería Escribà, no duda en traerme uno de los deliciosos cremadets que tanto me gustan. No hay porque tener detalles en las fechas señaladas, un regalo acompañado del factor sorpresa siempre se agradece mucho más.
El hecho de que el niño alado no me caiga muy bien, no es incompatible con que sea una persona romántica, solo que me gusta demostrarlo cuando yo quiero, no cuando me lo dicen los carteles de unos grandes almacenes que, aparte de ser cansinos, pretenden convencerte de que te dejes medio sueldo en regalos caros. Todo en el nombre del amor. Amén.
No obstante, estoy segura de que habrá lectores que no estarán de acuerdo conmigo. Algunos incluso me podrían llegar a considerar una persona excesivamente pragmática o, incluso, insensible. Pero, al final, a pesar de la contundente lógica que rige mi vida, lo cierto es que me encantan los finales felices y, en ocasiones, puedo dejar entrever mi faceta de «osito amoroso superesponjoso».