Corría el año 2010 la primera vez que pisé la isla de Formentera. Iba acompañada del que hoy es mi esposo, y el magnífico y tranquilo entorno fue testigo de la consolidación de nuestro romance que tres años más tarde acabaría en boda. Es un lugar especial para nosotros y, desde luego, siempre lo será, pero ya ha llegado un punto en que el ciclo debe cerrarse. Nuestra vieja Formentera, la que conocimos antaño, en la que apenas había tres o cuatro tiendas, apenas unos cuantos restaurantes, maravillosas playas sin masificar que hacían las delicias de los visitantes, donde podías encontrar sin demasiada dificultad un rincón solitario apartado de todo y de todos, donde la paz y la tranquilidad se imponían mientras podías pasar el tiempo en silencio, sin pensar en nada, tan solo mirando el mar. ¡Qué nostalgia! Desgraciadamente, las cosas han cambiado mucho en los últimos tiempos, y además de forma exponencial.
Este año, debido a la mala experiencia del año anterior con respecto a las fastidiosas aglomeraciones de gente, decidimos adelantar nuestro viaje y pasar allí los últimos días de junio. La experiencia fue incluso peor que la del año anterior en cuanto a masificación se refiere. Y es que, el espíritu de paz y libertad de la pequeña isla se pierde entre la basura medio enterrada en la arena de sus playas, entre el gentío en los pequeños pueblo, que se ven arrasados cual plaga de marabunta, restaurantes con precios abusivos a reventar, supermercados con colas interminables, italianos hablando a voz de grito, niños molestando con pelotas una y otra vez ante la mirada indiferente de unos padres igual de maleducados y jóvenes con aspecto de gambas rojas resarciéndose de la resaca con más cubatas en playas donde el respeto y el civismo brillan por su ausencia. La construcción de una nueva zona para contenedores de mercancías traídas por mar y las numerosas edificaciones de naves industriales en varios lugares de la isla, sumado al problema de los precios de la vivienda que sufren los locales, acaban por confirmarme lo obvio. Sí, ciertamente, el espíritu de la isla ha desaparecido, probablemente para no volver.

Actualmente, estampas como esta son muy difíciles de encontrar en la isla
A pesar de todos los inconvenientes, que no fueron pocos, decidimos establecer nuestra habitual estrategia horaria, la cual consiste en llevar horarios diferentes de la mayoría, y de esta manera podemos disfrutar con mucha más tranquilidad. Así que madrugamos, solemos plantarnos en la playa a las 9, o antes, con nuestra pequeña Misty. A esa hora prácticamente no hay nadie y el perrete puede correr por la playa y meterse en el agua sin problema alguno. Además la perrita del chico de las hamacas, llamada Pae, que ya conocemos de otros años, juega con ella y se queda esperando en la orilla sin quitarle ojo cuando nuestra peque entra en el agua. Es una maravilla verlas correr en la orilla.

Misty y Pae
A medida que el tiempo avanza, la playa se va llenando y la gente va cogiendo posiciones, algunas demasiado pegadas a nuestro codiciado y pequeño rincón junto a las rocas. En una ocasión, unos italianos vociferantes se colocaron justo delante, a tres milímetros de nuestros pareos. No puede evitar quitarme las gafas de sol y mirar a la italiana con cara de: ¿en serio? ¿te vas a poner pegada a mi pareo? La tipa se limito a encoger los hombros como diciendo: pues sí. Fue una pena que la pequeña Misty estuviera cansada, me hubiera encantado que hubiese empezado a cavar salpicando arena a todas partes, especialmente a los dichosos italianos.
Por regla general, este tipo de situaciones nos pone de mal humor, así que nos vamos al agua, a la zona que cubre, cerca de las boyas.
Por regla general, este tipo de situaciones nos pone de mal humor, así que nos vamos al agua, a la zona que cubre, cerca de las boyas. Hay momentos que ese lugar es el único tranquilo de playa. Después, hacia el mediodía, cuando ya empiezan a venir los jóvenes resacosos de piel quemada, recogemos y nos vamos. Si nos apetece, volveremos a última hora de la tarde, a eso de las siete, con la playa ya algo más vacía, aunque no mucho más, para un «fast bath», o sea, llegar, disfrutar de las cristalinas aguas un rato, salir, secarnos lo justo y marchar.
Lo que está claro es que el nivel de capitalización y masificación de la isla ha aumentado exageradamente, lo cual, podrá proveer de beneficios a los comerciantes, la mayoría italianos que vienen solo en temporada de verano, y a las familias locales, pero a un alto coste: el deterioro del entorno y la masificación, que alejan al turista que busca tranquilidad. Hablando con una de las chicas de la veterinaria de Sant Ferran, me enteré que estaban construyendo mucho para atraer a un turismo de calidad. Pero, lo cierto, es que visto lo visto, el turismo de calidad se queda en el yate o el velero, mientras la gran mayoría gasta lo justo y se limita a mostrar una serie de comportamientos incívicos que suelen dar al traste con el temple del más estoico.
Y es que Formentera desde el mar es otro mundo. Probamos la experiencia hace tres años y desde entonces repetimos. Aunque las previsiones meteorológicas suelen ser bastante inexactas, buscamos el día perfecto, poca ola, viento de pocos nudos y cielo despejado. A partir de ahí, salimos con el barco y nos vamos parando en las diferentes calas. Lo cierto es que bañarse en esas aguas transparentes, subir al barco, darse una ducha de agua dulce y ponerse en proa a tomar el sol, mecidos por el suave balanceo de las olas y con el único sonido del rumor del mar y la brisa marina… no tiene parangón. Nada que ver con el infierno del gentío en tierra.
Otra de las cosas que me sorprendió fue el nuevo local de moda que han abierto justo encima del edificio portuario de La Savina. Solemos pasear por ahí al atardecer, ya que mi esposo es un gran amante de los barcos y le encanta entretenerse contemplando la flota de yates, embarcaciones de lujo y veleros desplegada en el puerto. Justo ese día inauguraban el local. Nos sorprendió bastante la jarana y «chumba-chumba» que se escuchaba, pero pensamos que sería algo puntual por la inauguración. Pero en los días sucesivos nos dimos cuenta, que cada noche el «chumba-chumba» seguía. Incluso escuchamos la conversación de un par de marineros que esperaban a su yate para la maniobra de amarre comentando que al propietario no le iba a hacer mucha gracia el tedio de la música.
Nos entró la curiosidad y decidimos pasarnos por el nuevo local a ver que se cocía. Al parecer se trataba de una coctelería especializada en combinados peruanos que se ofrecían junto a platos de «alta cocina peruana». ¿En serio? ¿En Formentera? ¿Y con esa música? Pero lo peor estaba por llegar. La carta de cócteles contenía un pequeño listado de bebidas que no había visto en mi vida, ni conocía los ingredientes. Bueno, es comprensible, eran cosas típicas de Perú. Pero es que ni siquiera disponían de una carta de cócteles clásicos. Además, pedimos unos hojaldres rellenos de queso. Nos trajeron cinco. Deliciosos, pero minúsculos. Los pagamos todo a precio de oro y con el «pum-pum» de la música como fondo, totalmente disonante con la puesta de sol que pudimos contemplar desde donde estábamos sentados. Cuando la chica que nos atendió nos preguntó la opinión, no pudimos evitar comentarle lo de la música. No le sentó muy bien y argumentó que había pocos lugares «de marcha» en la isla.
Nosotros decidimos no volver y no le auguramos más que un verano. Dos días después de nuestra visita, volvimos a pasar por allí. Apenas si se escuchaba ya la música, eso sí, el mismo tedioso estilo. Al parecer habían habido quejas por parte de los propietarios de las embarcaciones atracadas delante del garito en cuestión. Intuyo que el tipo de público adinerado que esperan en ese local no se pasará demasiado por allí. Y me temo que «los amantes de la marcha» no van a pagar 15 euros, mínimo, por un combinado desconocido con un sabor que, en algunos casos, no es ni medianamente aceptable.
Nuestro pequeño paraíso ha empezado a corromperse. Tan solo nuestro pequeño rincón del acantilado de Es Caló, de difícil acceso, permanece solitario, al menos hasta el momento, aunque cada vez más gente ronda por la zona. Ha llegado el momento de levar anclas y buscar nuevos horizontes. Y mientras el ferry se aleja de la costa rumbo a Ibiza, siento que parte de mi corazón se queda allí. Miro a mi esposo con los ojos húmedos ocultos tras las gafas de sol y le pregunto: ¿Volveremos? Como respuesta le escucho suspirar mientras su mano presiona con fuerza la mía.