Han hecho reformas en el gimnasio. La construcción de una nueva sala de actividades dirigidas ha generado un ambiente más dinámico y moderno. Con la novedad, han aprovechado el tirón para promocionar las clases dirigidas con monitores provenientes de otros gimnasios de la misma cadena. Por ejemplo, las clases de zumba, generalmente, con pasos muy marcados, y las sempiternas canciones latinas de siempre, se han convertido en una experiencia divertidísima e inolvidable gracias a Isaac, el nuevo monitor. Hasta mi esposo que no pilla un paso de las coreografías se ha convertido en un alumno asiduo a sus clases.

En alguna ocasión había coincidido con el nuevo monitor, y la verdad, acostumbrada a una coreografía rutinaria, las nuevas canciones se me hacían difíciles de seguir. Pero con el tiempo, los nuevos pasos adaptados a una música menos latina y más disco hacen de las clases algo parecido a un video clip de JLo. Y, no solo son estas novedades en la música lo que hacen las clases tan divertidas, Isaac lo da todo en sus clases. Su actitud pizpireta, su cercanía y su simpatía son sus claves identificativas. No solo nos anima con su gracia natural, sino que nos hace reír con sus comentarios tipo “Bueno, chicos, voy a bajar las luces que yo soy más de penumbra” o “Venga, ahora os tenéis que imaginar que sois las divas de la discoteca”, y yo pienso «Pues si supieras el tiempo que hace que no voy a una», con lo que yo había sido en mis 30.

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Recordando el ocaso de mi época disco-juvenil, me vino a la memoria lo que nos ocurrió una vez en Opium Mar Barcelona. Solíamos ir a ese lugar porque era todo muy fashion. El sitio estaba justo delante del mar y era frecuentado por gente guapa. A la decoración moderna y de diseño, se le unía la presencia de las altas y artificiales gogós que bailaban en un estilo mezcla modelo pasarela y robot oxidado, al ritmo de buena música. La cuestión era que nos gustaba el sitio y en nuestra época de noviazgo solíamos dejarnos ver por allí.

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Una noche nos encontrábamos bailando en la pista. En la zona superior, a un par de escalones de donde estábamos, se encontraba la zona VIP. En ese momento había un par de chicas que parecían modelos, tumbadas despreocupadamente en los divanes y un chico negro las acompañaba. Vestido de Armani, iba llenando sus copas con el Moet Chandon, que, en su elegante cubitera, presidia la pequeña mesa junto al diván. Nosotros a nuestro aire, íbamos bailando, mirando a las gogós, haciendo bromas y riendo. De repente, el chico no hizo gestos para que nos acercáramos. Acto seguido, nos ofreció una copa de champagne a cada uno. Mi prudencia sobre tomar algo que te ofrece un desconocido, por mucha zona VIP que haya de por medio, se hizo presente. No fue así para mi acompañante que no quiso desaprovechar la ocasión para tomar algo fuera de nuestro alcance. Así que se bebió su copa y la mía.

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Algo recelosos empezamos a pensar en lo que querría ese tipo de una pareja como nosotros, a esas horas, con la música sonando atronadora, las gogós con sus movimientos sensuales y las dos chicas mirándonos desde el diván con los ojos entrecerrados. Todo apuntaba a una fastuosa proposición indecente, con bebidas caras, drogas de lujo y orgía incluida. Cuando el atractivo negro nos sirvió la segunda copa, las alarmas se dispararon rápidamente. Hasta Pablo, siempre confiado y tranquilo se empezó a poner nervioso, así que en cuanto el tipo se dio la vuelta para dejar la botella de Moet Chandon en la cubitera, salimos corriendo de la pista de baile con las copas llenas aun en la mano, y entre risas y posibles consecuencias de lo que habría ocurrido si nos hubiéramos quedado, salimos del local como alma que lleva el diablo.

Hablando de bailecitos, aprovecho para retomar la línea original del post. El otro día el nuevo monitor volvió a sorprendernos con una coreografía al más puro estilo sexy, con toalla incluida. ¡Zas! toalla para aquí, cual látigo en 50 Sombras de Grey, ¡zas! toalla para allá, ahora arriba, movimiento sexy de cadera y ¡zas! otro «toallazo» al suelo. Salí de la clase pensando que de ahí al baile en la barra no había más que un paso. Pero no todo es sensualidad y baile sexy, tampoco se olvida de las calorías que todos vamos a quemar, con lo que en determinados momentos sube la intensidad y la clase, lejos de quejarse, está absolutamente a la altura. Incluso yo, que soy de esforzarme lo justo, apuro al máximo. Será por eso que las horribles agujetas volvieron a hacer mella en mí y, como ya sabréis si habéis leído Crónicas del gym (I), suelo mitigarlas con una sesión de natación, seguida de un relajante baño en el spa.

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Justamente el otro día, estando en la zona de aguas del gym, salía yo de la piscina y me dirigía tan feliz al encuentro de mi esposo que ya llevaba un rato en el spa. Le vi en la cama de burbujas, le lancé un beso y le saludé con una sonrisa y un guiño. Me extrañó la poca efusividad en su respuesta pero como estaba en el extremo opuesto y mi visión de lejos no es muy buena, no le di mayor importancia. Decidida a sumergir mis músculos en las relajantes burbujas, me dirigí con una sonrisa coqueta hacia él.

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A medida que me iba acercando mis sentidos iban captando ciertos detalles alarmantes, y empecé a pensar “Qué raro, si él jamás lleva la llave de la taquilla en la muñeca”, “¿una pulsera en el tobillo?”. Cuando estaba a medio metro y le miré a la cara, me di cuenta de que la moda hípster de llevar barba me había jugado una muy mala pasada. Aun con cierto parecido e igual barba, el tipo, ciertamente, no era mi esposo. Eso sí, me miraba con esa media sonrisa tan característica de los que triunfan en el arte del ligoteo. Atrapada entre la cama de burbujas y los chorros, escondí mi sonrisa en un rápido mohín, cerré los ojos, respiré hondo y di un giro de 180 grados para dirigirme con la poca dignidad que me quedaba al otro extremo del spa, maldiciendo para mis adentros mi poca capacidad de observación, mientras me preguntaba dónde diablos se había metido mi escurridizo marido.

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Para colmo, el chico hípster se colocó justo delante de mí sin quitarme ojo. Disimulé como buenamente pude y rehuí su mirada una y otra vez, cuando, por fin, mi querido marido emergió de la sauna turca como Gandalf apareciendo de las tinieblas al amanecer del quinto día. Aliviada, le hice gestos para que se acercara. Una vez junto a mí, el chico de la pulsera en el tobillo comprendió su derrota y desapareció, con el subsiguiente alivio por mi parte y el eco de las risas de mi esposo cuando le conté lo ocurrido.

 

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