División internacional del trabajo en las “tres Europas”

La recuperación económica europea que tuvo lugar en los siglos XVI y XVII no fue uniforme, sino que las diferentes regiones europeas constituidas, mayoritariamente, por sociedades agrarias evolucionaron por distintos derroteros, estableciéndose una redistribución de la producción.

La disminución de la mano de obra agraria, provocada por la crisis demográfica de la época anterior, originó una reducción de la producción y un descenso del precio del trigo así como de las ganancias de los señores, los cuales reaccionaron con exacciones a los campesinos, cuyo alzamiento derivó en un retroceso de la servidumbre. Ante esto, los señores proporcionaron al campesinado mejores  retribuciones y condiciones de trabajo con lo que la calidad de vida de estos mejoró y se tradujo en un aumento demográfico.

A finales del siglo XVI fue característico en la Europa mediterránea el crecimiento extensivo — la producción de subsistencias aumentaba al igual que las tierras de cultivo y el número de campesinos — que ocasionó períodos de carencias y no pudo sostener el crecimiento de la población, haciéndose necesarias las importaciones del grano báltico procedente de los feudos de Europa Oriental.

Campesinado

Campesinos en el siglo XVII

Por otro lado, en la Europa atlántica primaba la autosuficiencia e incluso las exportaciones de excedentes agrarios. El crecimiento agrícola intensivo que se llevó a cabo mediante la especialización de cultivos o la conversión de tierra en pastos, potenció la ganadería y las actividades agropecuarias, que, junto con un mejor aprovechamiento de los recursos, mejoró la productividad, constituyendo la llamada “revolución agrícola atlántica”, localizada en Inglaterra, los Países Bajos y el noroeste de Francia, y alcanzó la supremacía en producción y manufactura. Este último sector evolucionó hacia una descorporativización gradual y abandonó la ciudad para establecerse en un entorno rural que, lejos del rígido control gremial urbano, se desarrolló y permitió unos precios muy competitivos alterando la geografía industrial y generando la desindustrialización de la Europa mediterránea, cuya manufactura, sujeta a un inmovilismo gremial que no permitió abaratar los costes de producción, no llegó a trasladarse al campo, es decir, se produjo una desindustrialización urbana pero no una industria rural.

Mientras Europa Occidental iniciaba su periplo de “desfeudalización” que derivó en su extinción durante la época moderna, Europa Oriental emprendía la “refeudalización”, cuyas causas radicaban en la debilitación de la monarquía, la mano de obra escasa, los precios del trigo al alza y, sobre todo, la gran demanda de grano por parte de Europa Occidental. Todo ello favoreció el régimen de la segunda servidumbre y frustró otras posibles y diferentes opciones de producción.

Todos estos hechos constituyeron una división internacional del trabajo, donde Europa Oriental proporcionaba, mediante el renacido feudalismo, subsistencias tanto a la Europa mediterránea, incapaz de mantener a su población, como a la Europa septentrional que, con este excedente, proseguía con tranquilidad su especialización agraria y consolidaba su industria manufacturera.

División religiosa en Europa: Reforma y Contrarreforma

La insatisfacción de los creyentes ante la degeneración, el alejamiento y la corrupción material y moral de la Iglesia romana desencadenó el inicio de la Reforma protestante llevada a cabo por Lutero en 1517. Las doctrinas reformistas fueron apoyadas en algunos ámbitos políticos puesto que se discrepaba de la superioridad de la Iglesia sobre el Estado, en un escenario donde el Imperio Germánico, carente de poder centralizado, podía legitimar su independencia política, a costa del debilitado campesinado.

La baja densidad de población junto a los ingresos en descenso de los señores locales, hizo que estos últimos instauraran la servidumbre con unas condiciones deplorables para los campesinos que impulsaron un levantamiento (1523-1525) no solo resultante de hacer suyas las doctrinas de la Reforma y adoptar el lenguaje religioso de la misma para exigir sus reivindicaciones y legitimar, así, su libertad frente a sus opresores, sino también de la firme unidad existente entre vida religiosa y cotidiana.

No obstante, Lutero impugnó esas demandas e instó a los príncipes a aniquilar a los campesinos que, encarnizadamente derrotados, se vieron sometidos a una brutal represión, la cual erradicó cualquier interpretación utópica y extremista del Evangelio. Posteriormente, la Reforma se institucionalizó y se fundaron las iglesias protestantes.

Concilio de Trento

Concilio de Trento

Por su parte, la Iglesia romana reaccionó a los dogmas reformadores con la Contrarreforma, gestionada en el Concilio de Trento entre 1545 y 1563, y cuyo objetivo fue el establecimiento de unos decretos que diferían y se oponían a los principios luteranos así como la activación de una vertiente militar contra el protestantismo que desembocó en la Guerra de los 30 años (1618-1648) y que acabó con la victoria de los católicos sobre los protestantes.

Por otro lado, las consecuencias de la Reforma y la Contrarreforma no fueron muy diferentes. Ambas coincidieron en un factor clave: la represión. No solo se reprimió duramente a los campesinos alemanes sino que la desconfianza que generaban las manifestaciones y creencias de la cultura popular se tradujo en una represión de la misma. La escisión entre la cultura erudita y la popular junto con la persecución de la brujería son los dos ejemplos más representativos de esta represión. La creencia y la aceptación de la brujería por parte de la sociedad legitimó la caza de brujas por toda Europa y “muy pronto se convirtió en hereje todo aquel que no era partidario de la propia fe. Hasta entonces la herejía era el error y el delito de unos pocos frente a la verdad compartida por la inmensa mayoría”. Finalmente, el escepticismo respecto a la brujería se impuso gracias a la llegada de una nueva era de progreso científico.

En conclusión, Reforma y Contrarreforma no contribuyeron a mantener el orden establecido, más bien al contrario, generaron guerras de religión, no solo entre protestantes y católicos sino también entre príncipes y campesinos. Ambas coincidieron, también, en su afán por reformar y subyugar la cultura popular.

 

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