Hace unas semanas leía en el blog de mi amiga Laura, Retratos de la vida (post: Viajar solo o acompañado) que siempre habia viajado a Formentera con sus amistades y que le daba miedo viajar allí con su marido por temor a romper la magia. La comprendo perfectamente. A mí me sucede exactamente lo mismo pero al contrario. Formentera es un lugar ciertamente muy especial tanto para mi esposo como para mí y tampoco me atrevería ir allí con cualquiera que no fuera él. Este fue nuestro tercer viaje, el que hicimos justo después del accidentado viaje a la toscana. Éramos ya pareja consolidada en fase de noviazgo formal y a pesar del retraso de siete horas en el vuelo de la siempre tan eficiente y amable compañía Ryanair (nótese la ironía), debo confesar que después de ese viaje me quedaron claras dos cosas. La primera: jamás en lo que me quedara de vida volvería a volar con esa compañía aérea, cosa que he cumplido hasta el momento. La segunda: todo apuntaba a que había encontrado, por fin, al amor de mi vida. No en vano, dos años después sonarían campanas de boda.
Debo reconocer que una vez en la pequeña isla balear y al contrario de lo que ocurrió en el accidentado viaje a la Toscana, el universo conspiró para que todo fluyera a las mil maravillas. Nos alojamos en Es Caló, un encantador pueblecito de pescadores, en un sencillo hostal junto al mar, que aun sin grandes pretensiones disponía de lo necesario. No nos hacía falta mucho más. Alquilamos una moto con la que recorrimos los rincones más conocidos y típicos de nuestro pequeño paraíso particular.



Fuimos de compras al mercadillo hippie del Pilar de la Mola, contemplamos la espléndida puesta de sol desde el faro de Barbaria, visitamos la conocida playa de Illetes al atardecer, disfrutamos de los extensos arenales de la playa de Migjorn y también de la de Llevant, sin duda, nuestras preferidas. Paseamos por Sant Ferran de ses Roques, tomamos un helado en Sant Francesc Xavier y contemplamos los barcos en nuestros sempiternos paseos por el puerto de la Savina. Y por supuesto, cada día íbamos a los acantilados de Es Caló, a contemplar el mar entre charlas, arrumacos y cómodos silencios compartidos, sin lugar a dudas, el rincón más especial de la isla para nosotros.
Volviendo a las líneas que introducen este post, y como ya he comentaado, yo sería incapaz de volver a Formentera con alguien que no fuera mi esposo, puesto que las emociones, sentimientos y recuerdos que tengo de ese maravilloso enclave están íntimamente ligados a mi compañero de viaje. Por otro lado, es curioso, a la vez que interesante, darse cuenta, cuando echamos la vista atrás, como, lamentablemente, las cosas nunca se viven con la misma intesidad de la primera vez. Como dice Nietzsche: «la ventaja de la mala memoria es que se disfruta varias veces de las mismas cosas por primera vez». En este caso debo lamentarme por mi ventajosa y saludable memoria.
Algo muy similar me ocurre cuando pienso en Irlanda, otro de nuestros destinos top. Recuerdo con especial cariño nuestro viaje, hará ahora unos cuatro años. Llegamos a Dublín y cogimos el coche que habíamos alquilado previamente. A partir de ahí y con la dificultad añadida de conducir por la izquierda, atravesamos el país prácticamente en línea recta hasta llegar a Galway, en la costa oeste. Durante el trayecto, el romanticismo se hizo patente gracias al verde intenso del paisaje y la típica lluvia irlandesa, la cual nos acompañó prácticamente durante toda nuestra estacia en el país celta.

Músicos en Galway
Galway es una pequeña y encantadora ciudad repleta de restaurantes y pubs con música en directo, pequeños comercios y hasta una tienda para mascotas y también otra de instrumentos musicales y partituras. La música es una agradable constante en Irlanda. La encuentras por todas partes y en directo.
Nos alojamos en el Hotel G. Un hotel grande y confortable donde los desayunos hacían nuestras delicias a la vez que nuestros michelines iban cogiendo forma. Huevos con beicon, tostadas, matequilla del país (no recuerdo haber tomado jamás un mantequilla tan exquisita), mermeladas variadas, ensalada de fruta fresca, las maravillosas tortitas con jarabe de arce, los zumos naturales, el té, el café…. todo absolutamente delicioso.

Cliffs of Moher
Visitamos los alrededores de Galway y debo destacar dos lugares imprescindibles: los acantilados de Moher y Doolin, un pequeño pueblo cercano. Los Cliffs of Moher tienen unas vistas impresionantes y un dato curioso: algunas escenas de la película La princesa prometida se rodadon aquí, concretamente la escena de la escalada interminable del pirata Roberts por el acantilado.
Este enclave es ciertamente un lugar muy especial para mí puesto que el que fuera mi novio, actualmente esposo, me pidió en matrimonio justo en estos acantilados. Un romántica pedida de mano en toda regla. Buscó un lugar tranquilo, sin excesiva afluencia de gente, se arrodilló, sacó la cajita del bosillo y allí estaba el anillo con el diamante de talla princesa destelleando ante mis ojos y acto seguido la formal petición… no pude menos que decir que sí.
Estuvimos un buen rato sentados en los acantilados, todavía un poco impactados por el aluvión de emociones que nos embargaban a ambos. Allí, en un tranquilo saliente, estuvimos hablando sobre nuestros futuros planes de boda y nuestra vida en común. Es por eso que ese es uno de los lugares más especiales y románticos que encabezan nuestra lista de destinos top. Uno de esos lugares que nunca olvidas y al que siempre deseas volver para poder rememorar in situ aquellos instantes tan felices.
Desde luego, con el paso del tiempo y respecto a la petición de mano, he llegado a una conclusión que siempre comento en tono de chanza con mi marido: los brillos del anillo son algo que pueden obnubilar la mente de una joven que puede dar como respuesta un sí más de atontamiento por los destellos que por querer realmente. Afirmación que mi esposo comparte totalmente entre risas. Afortunadamente, no fue ese mi caso, que quede claro, pero ciertamente, no es acosejable subestimar la inteligencia masculina.

Doolin
Después del feliz acontecimiento y en vistas a que pronto dejariamos atrás nuestra larga soltería, decidimos hacer un parada para reponer fuerzas en Doolin, un pequeño pueblo cercano. No había demasiada oferta así que nos metimos en uno de los pubs locales. Fue un acierto, sin lugar a dudas. No solo disfrutamos de la sempiterna música en vivo y las sublimes cervezas irlandesas sino que la comida que nos sirvieron era casera y absolutamente deliciosa. Acabamos el ágape con un auténtico café irlandés. La guinda perfecta para un día perfecto.
Y, al igual que me pasa con Formentera, Irlanda es un destino que no podría compartir con nadie más que con mi querido compañero de vida, puesto que nuestras vidas se fundieron en estos dos destinos. Y para finalizar, permitidme, dado el romanticismo que impregna este post, que termine con una frase de uno de mis poetas favoritos.
«Todo fue tan fluido, tan espontáneo, tan natural, que a ninguno de los dos nos pareció nada raro que de pronto mi mano estuviera en su mano que nos miráramos a los ojos como dos adolescentes o dos tontos.»
Mario Benedetti. Los Novios (Montevideanos, 1959)
Mi pedida de mano fue tan romántica como la tuya: íbamos en el coche después de salir del entrenamiento de natación. Íbamos rumbo al apartamento de la playa, era una tarde de principios de Junio. Mi marido recibió una llamada mientras conducía, la atendió con el manos libres, y ahí mismo recibimos la noticia de que le ofrecían el puesto de trabajo al que había «aplicado» en Qatar, nada más y nada menos, nos íbamos a un país que no sabíamos ni dónde estaba. Tan pronto finalizó la llamada, detuvo el coche en el arcén, abrió mi puerta (iba en el lado del acompañante), hincó la rodilla en el asfalto y me pidió matrimonio. Ni anillo, ni brillos, ni violines. Pero aquí seguimos muy felizmente casados.
Eso sí, Formentera es para mis amigas, jajajajajaja, cada uno lo suyo 😉
¡Felicidades, pareja!
Laura, con lo que tu improvisas, no podía ser de otra forma. Ahora estoy aquí, ahora allí, ahora me caso, ahora cambio de continente… Todo tiene sus ventajas y créeme, en tema boda yo lo haría todo de otra manera. El hecho de hacerlo todo más espontáneamente hace que se disfrute más. No vas con el estrés acumulado y no te pasas cuatro meses yendo a pruebas de vestido, que al final, te queda grande porque con los nervios has perdido un par de kilos…
De todos modos, tu pedida de mano es deliciosamente romántica y espontánea. ¡Me encanta!
¡¡Felicidades a vosotros también!! 🙂