Como ya os comenté en el post anterior, esta escapada marcaba una nueva etapa, más formal, en la relación con mi futuro esposo. Relación que el destino puso a prueba especialmente en este viaje. Iniciamos nuestra andadura en Pisa, nuestra base durante dos días en los que además visitamos Siena, Vinci y algunos encantadores pueblecitos de la zona. Como suele pasarme cuando como fuera de casa, no tenía nada de apetito a la hora de la cena con lo que decidí pedir algo de fruta en el hotel que, por cierto, pagamos a precio de oro, con la consiguiente indignación de mi enamorado. Superado el disgusto nos dirigimos hacia nuestro siguiente destino: Florencia, ciudad que nos desencantó bastante tras varios incidentes desafortunados.

Durante nuestra estancia en la ciudad del amor, quisimos visitar el famoso Baptisterio florentino. El guarda apostado en la entrada nos indicó que mi indumentaria veraniega, que consistía en pantalón pirata y camiseta de tirantes, no era adecuada. Así que decidí comprarme uno de los fulares que convenientemente vendían en la multitud de puestecillos circundantes.

Escogí uno de color rosa. Me lo puse acomodándolo de forma tal que no quedase un milímetro de hombro al descubierto y volvimos a la entrada mientras las campanas repicaban. El guardia volvió a cortarnos el paso. Eran las cinco y ya no se permitían más visitas. Decepcionados y enfurecidos a partes iguales dimos por concluída las visitas culturales por ese día. Con respecto al fular, aunque aun lo conservo, jamás volví a ponermelo. Lleva impregnado en sus hebras lo que yo llamo la «maledizione fiorentina».

copa de vino

Tras el desafortunado incidentte, decidimos consolarnos regalándonos una deliciosa cena en uno de los magníficos restaurantes de la ciudad. No suelo beber vino, así que mi encantador galán decidió pedir una pequeña botella para él. Por supuesto, esperaba que al menos me dejara probar el delicioso caldo. Estupefacta e indignada al ver que no me servía nada, cogí la botella y me llené la copa, sin darme cuenta que había dejado la botella casi vacía, con lo que tuvimos que pedir otra, con el consiguiente incremento en la cuenta y disgusto de mi acompañante. Por supuesto, mi avaricia impulsiva iba a pasarme factura horas después.

En los momentos en que las contracciones de mi estómago daban tregua, maldecía mi estupidez con el dichoso vino. Justicia divina. Eso sí, mi compañero estuvo a la altura y se abstuvo de hacer comentarios tipo “ya te lo dije”, mientras me sujetaba el pelo en la nuca y me colocaba compresas frías en la frente, aunque en este caso los hubiera tenido bien merecidos.

Al día siguiente, ya recuperada del drama nocturno, visitamos la Galería de la Academia donde tenía especial interés y no poca ilusión en abstraerme en la contemplación del David de Miguel Ángel. Había que inmortalizar el momento. Pero una vez fuera no me gustaron las fotos, habían quedado francamente mal. Y, ¿cómo iba a repetirlas? ya había salido y no iba a volver a pagar la entrada. Tengo que confesar mi sorpresa cuando mi convincente novio se las ingenió para volver a entrar sin pagar, explicándole algún cuento de los suyos al guardia, y por fin, tuve las fotos, ahora a mi gusto, con la famosa escultura.

Celebramos nuestro pequeño éxito tomando una pizza enorme en un restaurante cercano. Al salir, vislumbré una mueca de dolor en el rostro de mi héroe. Al preguntarle que le pasaba me confesó que el señor en silla de ruedas que venía detrás de nosotros le había dado un golpe en la pantorrilla con el reposapiés de la silla. Incrédula, me giré indignada para toparme con un anciano, delgado y macilento, y una señora casi igual de mayor que él, que empujaba la desvencijada silla. Me di cuenta de que no se trataba de una broma cuando mi novio paró para dejar pasar a los abuelos y se masajeó la dolorida pierna.

contubernio de la tercera edad

Fue entonces cuando mi paladín me descubrió la historia del «contubernio de la tercera edad». Al parecer, todos ellos forman parte de un gran complot a escala internacional. Irascibles y celosos por su juventud perdida planean sus venganzas contra los jóvenes de muy diversas maneras. Se cuelan en las colas de los comercios alegando que no se han dado cuenta, que son cosas de la edad. Se pegan a ti sin respetar tu espacio vital creyendo que así les despacharán antes, o con suerte tú te irás incapaz de soportar semejante agobio. Creen que el buffet libre es de su propiedad y lo defienden a codazos si es necesario. Y, por supuesto, como es el caso que nos ocupa, se sienten libres de dar los golpes que quieran a los transeúntes por el mero hecho de interponerse en su camino. Después de este descubrimiento y a pesar de mi admiración y querencia por los mayores, no puedo dejar de sentir un atisbo de desconfianza cada vez que me cruzo con alguno de ellos. Como podéis imaginar, desde ese momento, cada vez que hemos tenido algún conflicto con personas de edad avanzada, no podemos más que mirarnos entre risas y exclamar al unísono: «¡El contubernio!».

Definitivamente, Florencia empezaba a cansarnos, así que escapamos a Radda in Chianti, un tranquilo y encantador pueblecito cercano, libre de agobios, turistas, baptisterios cerrados y trampas del contubernio. Nos animamos y después de degustar unos deliciosos spaghetti en una pequeña trattoria familiar, y mancharme mis pantalones blancos preferidos con vinagre de módena (jamás logré quitar esa mancha), compramos varios productos típicos como pasta, vino y aceite. Un poco de tranquilidad, por fin.

latas

Finalmente, llegó el día de nuestra partida. A pesar de todo, había sido un viaje precioso y acordamos comprar una casa en la Toscana cuando fuéramos ricos. Soñadores y felices, nos dirigimos al aeropuerto. Al facturar las maletas, una de ellas excedía de peso. El hombre tranquilo, es decir, mi novio, de repente, empezó a sudar copiosamente. Intenté tranquilizarle: «No pasa nada. Compramos una maleta de mano y repartimos el equipaje de la maleta grande. No hay problema». Las ganas de estrangular a mi bienamado permanecieron durante mucho tiempo en mi interior cuando descubrí que había llenado la maleta de latas de refrescos. Sin dar crédito, le pregunté de dónde demonios había sacado todas esas latas y para qué las quería.

Avergonzado y todavía con el sudor corriendo por su rostro me confesó que le parecía exorbitante el precio del plato de fruta del hotel de Pisa y en represalia se había llevado todos los refrescos de la nevera de la habitación. Entre bufidos de incredulidad y maldiciones, me deshice rápidamente de las pesadas latas depositándolas en el contenedor. Su viaje como polizones por toda La Toscana llegaba a su fin. Por suerte, los vinos y el aceite no sobrepasaron el peso con lo que pudimos facturarlos sin mayor dificultad.

risas de pareja

Pero el destino, caprichoso como es, no nos iba a dejar sin pagar el precio de la codicia de mi compañero de aventuras. A la hora de abrir las maletas para repartir el equipaje, nos percatamos de que una de las botellas de aceite se había roto… con el consiguiente desastre. Por suerte para mí, era su maleta y no la mía, (justicia divina, de nuevo) y no llevaba mucha ropa, con lo que el desaguisado no fue demasiado grande. Ya en el coche, de regreso a casa, nos miramos y rompimos a reír. Demasiadas desventuras para tan solo cuatro días. Y es que son este tipo de cosas las que, al final, hacen inolvidable un viaje.

 

 

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