Nikodemos miró de reojo a Lykaios. Podía percibir su tensión en la vena hinchada de su ancho cuello y en la línea firme y apretada que formaban sus labios. Los designios divinos no los acompañaban. El rey de Esparta había decidido enviarles a Atenas en una misión que ambos consideraban indigna de unos guerreros como ellos, expertos en el combate cuerpo a cuerpo, entrenados desde niños para ganar batallas. Pero la decisión había sido unánime y el oráculo había dado el beneplácito. Debían marchar a Atenas y someter a vigilancia a Arístides, sospechoso de conspirar contra la paz entre ambas ciudades.
Era su séptimo día de viaje y llevaban varias horas cabalgando. Lykaios detuvo su montura a la sombra de unos árboles y se quitó el casco. El sudor le caía desde la prominente frente hasta el mentón, pasando por la nariz aguileña y perdiéndose en una barba larga y poblada. Se pasó la mano por el pelo castaño que le colgaba en largos mechones húmedos por la espalda, en un intento de refrescarse un poco, mientras estiraba sus fuertes músculos. Aprovechó la pausa para deshacerse, también, de la capa, dejando a la vista unos hombros anchos, plagados de cicatrices, recuerdos de las numerosas batallas que había librado. Dos tiras anchas de cuero le cruzaban el voluminoso pecho y se unían a una corta túnica que se ajustaba a su cintura estrecha, enmarcada por unos abdominales perfectamente definidos. Sus piernas largas y fornidas apretaban con suavidad los flancos del caballo, y sus enormes pies calzados con unas sencillas sandalias reposaban cómodamente en los estribos. Se acarició de forma inconsciente el bulto deforme que había sido su oreja izquierda. Entornó los ojos y suspiró resignado. Ya podía vislumbrar Atenas en la lejanía. Miró con el ceño fruncido a Nikodemos, que guardaba silencio a su lado.
Nikodemos conocía bien a Lykaios. Habían crecido juntos y luchado codo a codo en incontables batallas. Tenía presente que a su amigo no le gustaba la misión que les habían asignado, pero también sabía que la cumpliría porque era un hombre de honor y amaba a Esparta más que a su vida. Estaría unos días de mal humor y andaría refunfuñando y maldiciendo a los dioses, bebería vino hasta caer inconsciente y buscaría pelea con el primero que osara dirigirle una mala palabra, pero al final acabaría por acatar las órdenes. Si la buena fortuna les sonreía, por la gracia de Apolo, en unas pocas semanas estarían de regreso a casa.
Lykaios salió solo esa noche. Apreciaba y quería a Nikodemos, pero en esos momentos su compañía le irritaba. No se sentía cómodo entre los atenienses. Todo era demasiado refinado en esa ciudad. Políticos, poetas, filósofos, comerciantes… demasiadas palabras y poca acción. Por no hablar de las labores de vigilancia, que lo aburrían hasta lo indecible. Tan solo esperaba que los dioses le proporcionaran un poco de paciencia. Su vida era la guerra, las batallas y los entrenamientos. De repente, su mirada se encontró con unos ojos de mujer, grandes y oscuros, enmarcados en unas espesas pestañas.
– ¿Cuál es tu nombre, mujer? – susurró Lykaios impresionado ante ese ser celestial que Apolo había puesto en su camino.
Apenas alcanzó a escuchar la respuesta de la joven, que se escabulló rápidamente entre el gentío. Selene. No lo olvidaría.
Desde el Olimpo, Afrodita esbozó una sonrisa. Un amor puro y verdadero acababa de nacer entre dos humanos. Era una pena que estuviera marcado por la tragedia.
Tres meses después.
Lykaios y Nikodemos observaron en silencio la marcha del emisario. Había llegado el momento. Las órdenes del rey eran claras. Tenían que deshacerse de Arístides sin levantar sospechas.
– Lo haremos a la manera griega – sugirió Nikodemos – con veneno.
Lykaios asintió compungido. Si Selene se enteraba del crimen que iba a perpetrar, nunca se lo perdonaría. Después de tres meses de intensa y secreta pasión, le había propuesto huir a Esparta con él. Sin embargo, ella se mostraba reacia a darle una respuesta. La única razón por la que permanecía en Atenas era su hermano Arístides. Pero la muerte del traidor era necesaria. Por amor a su patria y a su rey llevaría a cabo la misión. Él se encargaría de compensar a Selene de su pérdida. Ella nunca conocería su secreto y una nueva vida en Esparta les esperaba. El cargo de conciencia sería como una losa, pero eso ya era asunto suyo y confiaba que con el tiempo se le haría más llevadero.
Amparados por la oscuridad de la noche Lykaios y Nikodemos esperaban impacientes los resultados de su plan. Unos pasos apresurados y una respiración jadeante les pusieron en guardia de inmediato. Agarraron con fuerza las empuñaduras de sus espadas, relajándose de inmediato al comprobar que la figura surgida de las sombras era Silvio, el siervo infiltrado en casa de Arístides. El joven estaba pálido y parecía a punto de vomitar.
–¿Qué diablos ha pasado? – susurró Lykaios con ira contenida
– Todo ha salido mal, señor, todo. Arístides no tomó ni un sorbo del vino envenenado, se lo dio a su hermana, a Selene, señor.
Lykaios agarró al siervo y lo zarandeó con fuerza una y otra vez.
– ¡Por los dioses del Averno! ¡Qué estás diciendo, insensato! ¡Estás mintiendo!
– ¡Suéltalo Lykaios, déjalo hablar! Silvio, cuéntanos lo ocurrido, ¿dónde está Arístides? ¿Y Selene?
– Señor, Arístides sabía lo del complot para envenenarle y también de los amoríos de su hermana con mi señor Lykaios. Ha huido en cuanto Selene ha caído al suelo entre espasmos de dolor. La ha dejado allí, sin socorrerla. Galena y Aresio están ahora con ella. Debemos volver deprisa. No tenemos mucho tiempo.
Lykaios irrumpió en la casa de Arístides como una exhalación. Con el rostro desencajado y los ojos inyectados en sangre, empezó a dar golpes y patadas a todo lo que se interponía a su paso. Al fin, después de unos minutos de búsqueda infructuosa, encontró a su adorada Selene, tumbada en un diván. Tenía la piel fría y un resto de bilis verde le cubría la barbilla.
Las lágrimas rodaron por el rostro sudoroso de Lykaios. Desconsolado, abrazó el frágil y delgado cuerpo de Selene, ya sin vida. Nikodemos apretó con fuerza el hombro de su amigo.
– Debemos marchar ya, Lykaios. Vamos, amigo mío, nuestra vida peligra con cada minuto que permanecemos aquí.
Se dirigió a los sirvientes y les dio un abultado saco de monedas.
– Disponedlo todo para que tenga un entierro digno y guardad silencio sobre lo ocurrido.
Lykaios se irguió lentamente y miró por última vez a su amada. Algo parecido al hielo se instaló en sus entrañas. Su mirada se tornó oscura y parecía como si todo atisbo de humanidad le hubiese abandonado. Su mirada vacía buscó los ojos de su amigo.
–Nikodemos, regresa a Esparta. Informa al rey y al consejo de lo sucedido. Yo voy en busca de Arístides. No descansaré hasta que encuentre a ese perro traidor. Pagará por lo que ha hecho. Esparta lo quiere muerto, y yo también. Pero esta vez lo haré a mi manera.
– Que así sea, amigo mío, y que la gracia de Apolo te acompañe – asintió Nikodemos sin fuerzas para poner objeción al deseo de su desolado compañero.
La tenue luz del amanecer iluminaba apenas la figura imponente y descomunal, vestida completamente de negro, que permanecía de pie, inmóvil, en el puerto de Atenas. Lykaios esperaba a Temístocles, el capitán del Caronte. La fresca brisa marina ondulaba caprichosamente su capa a la vez que secaba sus mejillas. Se debatía entre la tristeza y la ira, con la mirada perdida en la inmensidad del mar y la mandíbula fuertemente apretada. Sus espías le habían informado de la huida de Arístides a Creta. Le daría caza allí. Y llevaría su cabeza a Esparta. Y que la ira de los dioses cayera sobre él si no lo conseguía.
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