Maddie Donaldson contemplaba la tormenta sentada en la repisa interior de la ventana con una taza de té caliente entre sus manos. Después de unos cuantos sorbos, el calor le subió a la cara sonrosando sus pálidas mejillas y perlando su frente de pequeñas gotas de sudor. Abrió la ventana. Una bocanada de aire fresco cargada de aromas a mar y a tierra mojada la sacudió como si la hubieran abofeteado. Cerró los ojos con fuerza y contuvo el aliento. Acto seguido expiró profundamente dejando que el aire saliera completamente en sus pulmones, en un largo y melancólico suspiro.

Los recuerdos se agolparon en su mente sin que ella pudiera hacer nada para detenerlos. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos para no ver el cielo aplomado, ni las copas oscuras de los árboles del pequeño bosque, ni el mar gris y furioso, que, a lo lejos, golpeaba embravecido la orilla con enormes olas coronadas de espuma.

Maddie Donaldson iba a casarse con Luke Carrington. Ambos eran jóvenes, atractivos, procedían de dos de las familias más adineradas de Virginia Beach, y lo más importante, estaban enamorados. Pero sus planes se vieron truncados por un terrible suceso. Una tormenta les sorprendió en uno de sus habituales paseos a caballo por la finca de Maddie. El sonido retumbante de un trueno desbocó a Aquiles, el brioso caballo de Luke, que, a galope tendido, le llevó a través del bosque en dirección al mar. Con el alboroto Maddie se cayó del caballo y perdió la consciencia durante unos minutos. Cuando llegó a la playa solo encontró a Aquiles vagando inquieto por la orilla. No había ni rastro de Luke. Nunca encontraron su cuerpo.

Maddie abrió los ojos. Habían pasado cinco largos años de todo aquello y aun lo recordaba con una viveza extraordinaria. Nunca había sido la misma después de perder a Luke. Suspiró y dio otro sorbo al té, ya frío. Estaba anocheciendo. Maddie cerró la ventana y se acurrucó en uno de los sillones. Seguía pensando en Luke y le daba vueltas a lo ocurrido una y otra vez. A pesar del tiempo transcurrido aun conservaba la esperanza de que se encontrara vivo en algún lugar. Agotada, cerró los ojos.

El olor a mar y a tierra mojada se había desvanecido de la habitación. Se adueñó del ambiente el aroma penetrante de los jazmines medio marchitos del jarrón que descansaba sobre la mesa, a la vez que los suaves efluvios del aceite de linaza que desprendían los muebles de caoba transformaban el aire en una masa densa y sofocante. La lluvia caía con más fuerza y los relámpagos iluminaban la estancia en penumbra dándole un aspecto fantasmagórico. El reproductor de CD’s exhalaba las últimas notas de una música instrumental, relajante y suave. Esas notas cadentes, lentas, impregnadas de melancolía, quedaron flotando en el aire, como copos de nieve ingrávidos, aumentando, más si cabe, la atmósfera opresiva de la sala. Silencio y tinieblas. Las paredes se erguían, altas y lóbregas. Parecía que hubieran cobrado vida e intentaran, en un vano pero decidido esfuerzo, desprenderse de todas las tristezas y sinsabores que habían absorbido en el transcurso de los años.

La música despertó a Maddie. Escuchó con atención. No era el reproductor, de eso estaba segura. Las suaves notas sonaban amortiguadas y parecían provenir del piano que había en el piso de abajo. Su corazón empezó a latir con fuerza. Era el Nocturno Nº 2 de Chopin. La melodía favorita de Luke. Y solo había una persona capaz de tocar esa pieza con ese grado de maestría. Aguzó el oído. Sí, la ejecución era perfecta. No puede ser. Es imposible. Decidida, se dirigió sigilosamente hacia las escaleras. Uno de los peldaños crujió. La música se detuvo. Cuando llegó al piano solo alcanzó a ver una figura masculina huyendo en dirección a las estancias del servicio. Los fantasmas no corren, pensó. Apretó el paso. No descansaría hasta descubrir quién diablos era el misterioso pianista.

 

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