A principios de marzo, la epidemia del coronavirus que causaba estragos en China nos parecía algo lejano. Ya se sabe que aquí, en la vieja y democrática Europa, esas cosas no pasan. “Los medios de comunicación son unos alarmistas”, “Esto son dos días, en cuanto llegue la primavera se acaba todo”, “Qué exageración, por favor”. Amigos y conocidos se expresaban en esos términos y menospreciaban al que sería, en unos pocos días, el enemigo público número a escala global.

Debo reconocer que a mí este tema me empezó a preocupar cuando se detectaron los primeros casos en España. Con un sistema inmune deficiente, la cuestión no me quitaba el sueño, pero me producía cierta inquietud. Me puse en contacto con mi doctora de cabecera vía mail para comentarle mi situación. Su respuesta me provocó cierta alarma: debía evitar a toda costa aglomeraciones, olvidarme del gimnasio, de ir al supermercado y a los centros comerciales… en definitiva, dejar de frecuentar todos aquellos lugares cerrados en los que hubiera una gran afluencia de público. Es más, mi doctora conminó a mi esposo a acercarse al centro de salud, lugar al que yo tampoco debía acudir si no era imprescindible, para hacerle entrega de un sobre con dos mascarillas FFP2, de las que recomienda la OMS, a las que ella tenía acceso por su condición de facultativa y que muy generosamente me cedió, ya que mi estado de salud me incluía en un grupo de riesgo.

Después del susto inicial y dado que dejar de ir al gimnasio suponía un sacrificio considerable, pensé que tal vez sería una buena idea una segunda opinión. Así que me puse en contacto con el equipo médico del Hospital de Bellvitge que lleva mi caso clínico. Su respuesta fue igual de contundente y ante mi insistencia, me recomendaron encarecidamente que no fuera al gimnasio al menos durante dos semanas y que me mantuviera alejada de aglomeraciones. Sus consejos fueron proféticos, ya que en dos semanas se instauraría el estado de alarma en nuestro país. Un poco tarde, sí, pero menos es nada.

Militares de la UME desplegados en España tras la instauración del estado de alarma

En el día 4 de confinamiento y con buen estado de salud –al menos de momento–, me pregunto qué pensarán ahora aquellos que se tomaban a broma lo del coronavirus. También me alegro de haber seguido las recomendaciones de mis doctores. Aunque lamento que las medidas no se hubieran aplicado para todos igual dos semanas antes. Sin duda, hubieran ayudado a evitar la propagación del dichoso virus.

Y tras las rígidas y necesarias medidas decretadas por el gobierno, las calles de las ciudades se encuentran prácticamente vacías. Parece que vamos tomando conciencia de la gravedad del asunto. Una persona aquí, otra allá, el pan en una mano, la bolsa de la compra en la otra. Y los dueños de mascotas que van saliendo a la calle para sacar a los perretes y que parece que son los único que tienen licencia para pasear, aunque sea solo cerca de sus domicilios.

Pasear a nuestra mascota en tiempos del coronavirus

Con los ciudadanos confinados y el escaso tráfico, que favorece además la reducción de la contaminación –algo bueno entre tanta angustia–, el silencio al que no estamos acostumbrados los urbanitas se erige casi como algo aterrador en la ciudad de los perros, los únicos sin restricciones de confinamiento, más allá de las impuestas a sus dueños.

El coronavirus no conoce de ideologías y clases sociales, nos afecta a todos, de una u otra forma. Solo espero que esta pandemia nos permita realizar un ejercicio de reflexión acerca de la sociedad en la que vivimos y cuando todo esto acabe, esa lección de humildad que tanta falta nos hace establezca nuevos sistemas y estructuras que ayuden a prevenir y a no subestimar futuras pandemias, así coma a establecer nuevas medidas ecológicas que nos ayuden a convivir en armonía con nuestro entorno natural.

 

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