Habían pasado ya unos cuantos años desde mi visita a tierras irlandesas. La belleza del paisaje, aun a pesar de la brevedad de mi viaje, me cautivó. La música siempre presente en las calles de Galway, así como la exquisita comida, regada siempre con cerveza irlandesa, que podías encontrar en los numerosos pubs de la zona, hicieron mis mayores delicias. Supongo que el buen recuerdo de ese viaje ha quedado envuelto en un halo romántico, dado que me comprometí en matrimonio allí, junto a los acantilados de Moher. Y aunque no me hubiera importado para nada repetir destino, me decidí por otro similar: Escocia, las Highlands, tierras verdes, cielos azules, lagos transparentes, lluvia, castillos y leyendas… muchas leyendas.
Después de un vuelo tranquilo, sin retrasos ni percances, alquilé un coche en Edimburgo y me dirigí rumbo a Glasgow. Algunos amigos me habían advertido sobre esa ciudad y no me habían hablado maravillas, precisamente, sobre ella. Sin embargo, a mí me encantó. En el centro convergían multitud de restaurantes y pubs repletos de locales y turistas a partes iguales. Además, me enamoré perdidamente de la Universidad de Glasgow, con sus edificios imponentes y antiguos, que habían visto pasar ante ellos a unas cuantas generaciones de estudiantes.

Fiesta de Graduación en la Universidad de Glasgow
Por aquellas casualidades de la vida, quiso el destino que mi visita a esta institución coincidiera con la fiesta de graduación de fin de curso. De modo que tuve la suerte de contemplar el recinto y sus jardines repletos de felices estudiantes, diplomas en mano, acompañados de sus familias, todos muy elegantes. Fui testigo incluso de un pequeño concierto efectuado por un fornido escocés con su traje típico que tocaba de maravilla. Algunos de los padres de las jóvenes graduadas también optaron por el tradicional kilt escocés, el cual me parece elegantísimo y muy favorecedor, y que se suele llevar en eventos especiales y grandes celebraciones. Me gustó tanto esa Universidad que volví días después. Una vez allí, una mujer que estaba en la entrada me preguntó si me dirigía a la clase de química. Sorprendida a la par que halagada por haberme confundido con una estudiante, le respondí que no mientas mis labios se curvaban en una amplia sonrisa. Una vez en el recinto, recorrí los espacios vacíos en soledad y en silencio, acompañada tan solo por tañido melancólico de las campanas de la torre.

Escocés en la Universidad de Glasgow
Desde Glasgow, me fui acercando a diferentes localizaciones, como el castillo de Dumbarton, el de Stirling y, mi favorito, el de Doune, donde se habían rodado muchas escenas de una de mis series preferidas, Outlander. Aproveché también para visitar el lago Katrina, uno de los más tranquilos y bonitos de la zona. El trayecto para llegar allí, a pesar de la sinuosa carretera, es uno de los más bellos que he podido contemplar en mi vida. Y de paso, tuve el privilegio de degustar una deliciosa tarta de cerezas en el pequeño local junto al lago, con unas vistas maravillosas ante mis ojos mientras mi paladar se extasiaba con cada bocado de tamaña ambrosía.

Castillo de Doune
Unos días más tarde, me dirigí rumbo a Inverness. Había llegado la hora de recorrer las Highlands en toda su extensión. Decidí alojarme en la zona norte, al otro lado del río, en un pequeño y tranquilo hotel junto a un lago, llamado North Kessock Hotel. La verdad es que el sitio era tranquilo, ya que no había ni tiendas ni centros comerciales ni restaurantes. Se trataba de una pequeña urbanización, con lo que la calma y el silencio estaban asegurados. Sin embargo, en ocasiones, un silencio excesivo puede resultar perturbador.

Inverness
El edificio era antiguo y el pequeño hotel ni siquiera tenía recepción y tan solo contaba con unas pocas habitaciones. Lo regentaban un par de señoras mayores muy amables. La habitación en la que me alojé estaba en el primer piso, era amplia y tenía unas ventanas desde donde podía verse el lago. Se encontraba un poco abarrotada de muebles y el baño, aunque era algo pequeño, había sido reformado. Me pareció muy curioso el espejo, con unas luces led que se encendía de forma automática por medio de un sensor, de manera que cuando entrabas al baño las luces del espejo se encendían, apagándose al cabo de un minuto si no había movimiento.
El primer día no noté nada raro, pero después de la segunda noche, empecé a sentir un frío, que se me antojó algo misterioso, ya que las temperaturas habían subido y hacía bastante calor. Además, el día era muy largo y había luz hasta las once de la noche. Al principio pensé que estaba destemplada o tal vez demasiado cansada. También había percibido una presencia masculina, pero de forma muy leve. Bromeaba conmigo misma acerca de eso, y llegué a llamarla para mis adentros la sombra del escocés errante, ya que la presencia iba y venía a su conveniencia.

La sombra del escocés errante
Con tanto ir y venir, se me fue el santo al cielo y me di cuenta de que apenas estaba bebiendo agua durante el día, así que no se me ocurrió otra cosa que beberme más de medio litro de agua antes de irme a dormir. Obviamente, esa noche me desperté con la vejiga a punto de estallar y me levanté dando tumbos hasta el baño. Encendí la luz del techo y cuando pasé junto al espejo la luz automática también se encendió. Y, allí, sentada en el moderno inodoro me pasé cerca de unos dos minutos mientras maldecía para mis adentros la brillante idea de atiborrarme de agua.
Al cabo de un minuto, la luz del espejo se apagó, según lo esperado. Lo inquietante de la situación es que al cabo de unos segundos volvió a encenderse. Yo seguía sentada y, de repente, en la espesa niebla de mi mente somnolienta, pensé: a ver, ¿cómo es posible que se haya encendido la luz si no ha pasado nadie por delante? Aterrada pensé que tenía que haber sido el dichoso fantasma escocés, que ahora encima se colaba en el baño. Al parecer su presencia había sido detectada por los sensores. Sin dar crédito a lo ocurrido, por fin acabé y me metí apresuradamente en la cama, apretando los ojos con fuerza y rogando a Dios que el fantasma no hiciera acto de presencia, ni diera señal alguna. Ya había tenido suficiente por esa noche.

¡Qué miedo!
Al día siguiente, a la luz del día, intenté tranquilizarme y ver las cosas desde la lógica. Así que me senté en el inodoro una vez más y empecé a hacer aspavientos para ver si alguno de mis movimientos conseguía activar el sensor. No hubo forma, es más, por las pruebas que hice quedó patente que el sensor estaba dirigido hacia la puerta, de manera que una vez dentro del baño, si no estabas justo enfrente del espejo, la luz no se encendía, lo que mostraba que era imposible que yo hubiera activado el sensor de alguna manera desde mi posición.
Ante este panorama, decidí preguntarle a la señora del hotel durante el desayuno. Su reacción me hizo sentir bastante tonta, y por lo que dijo debió tomarme por una chiflada. Sin embargo, cuando se dio la vuelta pude ver con claridad como la sonrisa condescendiente que me dedicó se borraba rápidamente de su cara y una sombra de preocupación le oscurecía el rostro. ¡Touché¡, pensé, esta señora sabe muy bien de lo que hablo y no quiere decirlo. Después de esa noche no volví a experimentar nada más, pero me resultó sospechoso que la señora me preguntara cada mañana si había vuelto a ver al fantasma.

Vistas aéreas de Escocia
De regreso a casa, ya en el avión, y repasando mentalmente todos y cada uno de los maravillosos días de vacaciones, no pude evitar dibujar una sonrisa en mi rostro al pensar en el fantasma de North Kessock, que se erigía como la guinda del pastel en mi andadura por las Highlands. ¿Acaso se puede esperar menos de esas maravillosas tierras escocesas, repletas de historia y leyendas?
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