Durante mis locos años 30, soltera y siempre dispuesta a asistir a las fiestas más divertidas y fashion de la ciudad, tuve la oportunidad de conocer a algunos personajes que, por el hecho de ser ricos y/o famosos, creían tener el poder de comprarlo todo y que, de una forma u otra, toparon con una servidora que no es tan corruptible como algunos creyeron en su día. Porque es bien sabido por todos que el dinero a la larga no da la felicidad, cosa que he comprobado en numerosas ocasiones a lo largo de mi vida.
En una de las fiestas a las que era asidua me presentaron a un famoso locutor de radio, al cual admiraba fervientemente, por haberlo escuchado durante toda mi juventud y al que mantendré en el anonimato para no comprometerle. Con el barullo reinante en la sala y la cantidad de gente yendo y viniendo, nos fue difícil entablar conversación, con lo que finalmente acabamos intercambiando direcciones de correo electrónico que estaban vinculadas al chat del messenger, medio de comunicación muy de moda en aquella época. Unos días más tarde, el locutor inició sesión y entabló una conversación virtual conmigo. Emocionada por su iniciativa, empecé a pesar, inocente de mí, en como expresar elegantemente la gran admiración que sentía por él.
Después de las típicas frases de cortesía, me pidió acceso a la cam. No me gustó mucho esta sugerencia, así que, un poco recelosa, le dije que la tenía rota, aunque él sí conectó la suya. El tipo pasó directamente a la acción y subió el tono de la conversación. Me quedé tan perpleja que no me dio tiempo a reaccionar y antes de que pudiera cortar la comunicación me dio tiempo a verle quitarse la ropa interior. Obviamente, se me cayó el mito a los pies cuando me di cuenta de lo que pretendía. Escandalizada por tan inesperada acción, tomé las medidas oportunas para que no volviera a contactar conmigo. Desde ese momento jamás volví a escuchar ninguno de sus programas. Aun a día de hoy, me cuesta dar crédito a lo ocurrido.
Tiempo después conocí a David. Era muy conocido en los círculos empresariales del mundo de la noche. Tenía una buena posición social y económica, y un montón de contactos en todas las discotecas de moda de su ciudad, en la costa tarraconense. Aunque en esta ocasión, la que metió la pata, nunca mejor dicho, fui yo. El dress code de la noche era elegant chic, así que no tuve muchas dudas con mi vestimenta. Sandalias negras high heels y minivestido negro con complementos plateados. Perfecta para la ocasión.
El color de mi atuendo combinaba estupendamente con el color negro del despampanante Porsche 911 Carrera de mi acompañante. La noche prometía. Primero me agasajó con una magnífica mariscada, en uno de los mejores restaurantes de la zona, que casi no probé por mi aversión al marisco. Tal vez hubiera debido preguntarme antes de pedir. Una pena, la verdad, porque al final me tocó pasar hambre. Punto negativo para el chico del Porsche. Yo no soy mucho de beber copas, ni ahora, ni antes. La verdad es que prefiero las short drinks porque se toman más fácilmente. En esta ocasión, la insistencia del muchacho a que me tomara un very long mojito, me molestó un poco, pero como no tenía ganas de discutir acepté su sugerencia aunque apenas lo probé, con lo que tuve que soportar sus pesados comentarios al respecto durante un buen rato.
Viendo que la táctica de la cena y la del alcohol no le estaban funcionando demasiado bien, pasó al segundo nivel. «Te voy a llevar a la mejor disco de la ciudad. Además, tenemos pase VIP y soy socio accionista del local». Impresionante. Al llegar, una larga fila de gente esperaba su turno para entrar. David, decidido, me agarró de la cintura y me llevó hasta la puerta de entrada donde dos seguratas vestidos de negro y con gafas oscuras nos miraron con mal talante. Al reconocer a David se apresuraron a retirar la cuerda de la entrada, que daba a una enorme terraza repleta de gente guapa. Todas las cabezas se giraron para mirar a los recién llegados. «Entrada triunfal» pensé mientras sonreía y levantaba altaneramente la barbilla.
La expresión de mi rostro se quedó congelada cuando en el preciso instante en el que me disponía a dar el primer paso para adentrarme en terreno VIP, y con todas las miradas sobre nosotros, me di cuenta de que el taconazo de una de mis sandalias se había quedado enganchado en la rejilla que había en el suelo de la entrada, de forma que no podía dar un paso. Pedí ayuda a mi acompañante y al de seguridad, mientras intentaba guardar la compostura y mantener la calma. Pero no hubo suerte, ni siquiera el forzudo pudo conseguir desenganchar mi tacón. Ante mi horrorizado rostro, enrojecido por la vergüenza, el segurata dijo «Tendrás que quitarte la sandalia, guapa, porque esto no sale.»
Dispuesta a todo para no seguir llamando la atención, me incliné como buenamente pude para desatar la dichosa sandalia, con la suerte de que el movimiento favoreció que, al fin, pudiera liberarme. La espectacular entrada que esperaba se convirtió en una horrible experiencia. Entré rápidamente, intentando pasar desapercibida, sin conseguirlo, y me dispuse a recomponerme en los servicios mientras le encargaba a mi acompañante que me pidiera un chupito de vodka. Esta vez lo necesitaba realmente.
Finalmente, pasé una noche divertida, pero, aunque el chico era majo, no teníamos mucho feeling. A él le gustaba mucho disponer y yo soy chica poco dada a que me lo den todo dispuesto, y menos sin preguntar. Así que, al final de la noche, ante su sugerencia de llevarme a su casa para seguir la fiesta en privado y le dije que estaba profundamente enamorada de otra persona y me era imposible estar con nadie más, cosa absolutamente falsa, pero que me permitió librarme de su cansina compañía. Así que, ante su atónita e incrédula mirada, me bajé de su flamante Porsche, le agradecí educadamente sus atenciones, le lancé un beso aéreo y me dirigí a mis aposentos mientras intentaba decidir si conservar o no mis traicioneras sandalias de tacón.
To be continued…