El dinero y la fama, elementos deseados e incluso alcanzados por muchos, no siempre permiten conseguir todo aquello que se quiere. En su momento tuve la oportunidad de conocer a alguna de estas personas que creen que por tener una cifra llena de ceros en la cuenta bancaria o cierta relevancia y éxito en sus carreras podían permitirse el lujo de hacer lo que les viniera en gana. Este post es la continuación de Fuck me, I’m famous (I). Retomo, pues, el hilo de algunas anécdotas que me ocurrieron con algunos rich and famous.
Hace tiempo conocí a un actor cómico bastante popular en la ciudad condal. Siempre llevaba consigo una libretilla donde iba anotando todo aquello que podría utilizar más tarde en sus actuaciones. Coincidimos un par de veces y, al final, me invitó a una de sus funciones. Así que planifiqué una noche de contrastes. Primero fui a cenar con un grupo de amigos y como ocurre siempre con estas cosas, la cena se retrasó. Ya llegaba tarde al espectáculo. Uno de los chicos del grupo se ofreció a llevarme en su moto. Acepté agradecida y cruzamos la ciudad a toda velocidad.
Una vez en mi destino, tuve una entrada triunfal. Esta vez no tuve ningún percance. Ni tropecé ni tuve problemas con los tacones. La moto paró con un ruidoso frenazo que llamó la atención de los transeúntes, que no eran pocos precisamente. Me bajé rápidamente de la espectacular moto BMW K 1200 GT y me quité el casco al más puro estilo «Busco a Jacq’s». Mientras me situaba y buscaba con la mirada la puerta del teatro, pude observar como todas las cabezas se giraban para mirarnos. Un poco avergonzada, me despedí de mi amigo, el motero, que se alejó a toda velocidad y me dispuse a entrar en el teatro donde me esperaba Luís, un viejo amigo mío que toca el violín como los ángeles y tenía especial interés en conocer al actor en cuestión y ver su monólogo. Y allá que nos fuimos los dos.
Una vez finalizada la función, el actor se reunió con nosotros en el bar del teatro. Yo no se si se esperaba más una cita que una reunión informal, pero al verme acompañada de Luís, el ambiente se enrareció un poco y se desprendía cierta tensión por parte de mis dos acompañantes. Algunas copas y mis esfuerzos por amenizar la velada con ocurrencias divertidas dieron sus frutos y alcanzamos un estado algo más relajado. Pero llegó la hora de irse y empezaron los problemas.
La discusión se centraba ahora en quién me acompañaba y cual era el mejor medio de transporte para que yo volviera a casa. Así se inició una batalla dialéctica que yo creí, en algún momento, que acabaría en duelo. Finalmente, el actor tomó la iniciativa imponiendo su criterio y le propuso firmemente al violinista que se fuera en metro, que él ya se encargaba de acompañarme a mí. Mi pobre amigo Luís se marchó indignado y disgustado a partes iguales.
A solas con el actor y un poco cansada de tanta tontería, ya no me hacía ninguna gracia que me acompañara a casa donde seguramente me pediría subir para «tomar una última copa». Así que improvisé un plan. De repente, paré a un taxi y le dije al actor mientras le daba dos besos que lo mejor y lo más seguro era regresar con un profesional del transporte público. Así que me subí al auto, cerré la puerta rápidamente y le envié un beso aéreo mientras me despedía con una amplia sonrisa. Con el plan nocturno cancelado, el actor no dio crédito y apenas murmuró unas palabras ininteligibles mientras contemplaba mi huida con cara de póker. Jamás volvió a llamarme, lo cual agradecí enormemente.
En otra ocasión conocí al que hubiera sido un buen partido si Dios le hubiera dotado de cierto intelecto. Nos presentó una amiga común y me pidió una cita. El chico tenía una apariencia agradable y parecía educado, así que acepté, aunque sería nuestro primer y último encuentro. Me invitó a conocer su casa y pasar allí la tarde antes de salir a cenar. Lo cierto es que su morada era impresionante y muy original puesto que era redonda.
Una fuente con una pequeña cascada que brotaba de la pared y un sofisticado perchero que colgaba del techo presidían el recibidor. Todos los muebles de diseño estaban hechos a medida. En el segundo piso había una sala de billar coronada por una cúpula de cristales de colores. También había una biblioteca, varias habitaciones con sus correspondientes baños y, por supuesto, un enorme jardín con piscina, mesa de ping-pong y pista de paddle.
Su alacena también estaba bien provista de lujosos artículos de gourmet, vinos caros y licores de marca. Después de unas partidillas de ping-pong y un paseo por el jardín mientras tomaba un cóctel, decidimos que ya era hora de salir a cenar. Me llevó en su Mercedes Coupé a un conocido y caro restaurante del Born. A la hora de pagar no pude evitar fijarme en su abultada cartera Hermés.
Respecto al chico, aunque sus modales eran algo bruscos, fue muy amable y caballeroso, pero me temo que sus inquietudes intelectuales no estaban demasiado definidas y, francamente, no fue posible destacar muchas más cualidades del muchacho en cuestión. Fue una cita donde, a pesar del lujoso ambiente, la diversión y la inteligencia brillaron por su ausencia. O sea, un aburrimiento total.
Posteriormente, el tipo dejó ver su cara más pérfida cuando, ante mi reiterada negativa a volver a quedar, me envió un mensaje en el que me puso de vuelta y media. Lo cual me confirmó que, tal y como sospechaba, no era oro todo lo que relucía. Como respuesta le envié la canción de los Beattles Can’t buy me love… lo que nunca me quedó claro es si llegó a entender el mensaje.