Hace apenas un mes que se inició el nuevo curso escolar y estoy segura de que muchos de vosotros habréis recordado la vuelta al cole en vuestra infancia. Hablando sobre este tema con unos amigos, uno de ellos me comentaba que agradecía no tener que volver a pasar de nuevo por esa traumática experiencia, y empezar otro aburrido y eterno curso escolar donde no le gustaban los profesores y menos aun los compañeros. Cierto es que volver al cole después de tres meses de vacaciones era duro. No fueron pocas las veces en que enormes lagrimones caían sobre mis recién estrenados libros de texto, presa de una profunda e inexplicable tristeza, más atribuible al final de las largas vacaciones de verano que a la vuelta a clase. Y es que mi clase era, ciertamente, especial. Éramos conocidos como «Los Elegidos». Hoy, todavía buscados por el ministerio de Educación, sobrevivimos como alumnos de fortuna. Si usted tiene algún problema y nos encuentra, quizá pueda contratarnos.
Bien, bromas ochenteras aparte, debo admitir que mirando al pasado y reflexionando he llegado a pensar que en nuestro cole se hacían experimentos sociológicos. Resulta particularmente llamativo el hecho de que hubieran dos clases, la A y la B, que permanecieron separadas a excepción de los recreos, hasta quinto curso donde nos mezclaron para luego volver a separarnos en octavo, de forma que en una clase estaban todos los que aprobaban que éramos la mayoría, sobre unos cuarenta, y en la otra, que no solía sobrepasar los veinte alumnos, los que tenían alguna asignatura suspendida.
Parece claro que esta mezcolanza de alumnos fue hecha para que todos nos conociéramos y evitar posibles tensiones en el último curso, donde era fácil caer en tópicas y estereotipadas afrentas. De hecho, la táctica funcionó ya que nunca hubo problemas de ningún tipo entre ambas clases.
Por otro lado, la elaboración de los rankings de la clase para ver quién era el mejor estudiante fueron un acicate para fomentar nuestra competitividad… seguramente por eso soy tan competitiva, lo cual es beneficioso en algunas ocasiones pero, a la larga, resulta cansino, por no hablar del estrés que genera. Debo confesar que jamás alcancé el tan ansiado primer puesto, ocupado casi siempre por E.S., excelente estudiante y mejor deportista.
En alguna afortunada ocasión logré alcanzar la tercera posición, pero fue algo excepcional. Mis malas notas en gimnasia bajaban mi media con lo que siempre andaba alrededor del quinto puesto. Si me viera ahora el antipático profe de gimansia dando patadas, saltos y puñetazos en las clases de Body Combat, moviéndome al ritmo de disco, mambo y bachata en Zumba, las carreras de 50 minutos corriendo en la cinta y mis largos en la piscina combinando tres estilos diferntes… sin duda, no daría crédito.
Para mí, como seguramente para el resto de mis compañeros de clase, la vuelta al cole era fatigosa pero compensaba por las diversiones que nos esperaban. Cursábamos EGB y estábamos en los albores de los 80 así que no podíamos menos que hacer honor a la generación rebelde a la que pertenecíamos.
Me sorprendieron, pues, las declaraciones de mi amigo que no parecía haber tenido una infancia en la escuela, lo que se dice, muy feliz. Para evitar que la conversación languideciera y se encaminara hacia aflicciones y melancolías innecesarias, no me quedo otra opción que tirar de memoria y amenizar la reunión con unas cuantas batallitas de los famosos elegidos.
Éramos una clase numerosa, y 40 alumnos hablando a la vez resultaban, indudablemente, ruidosos. Además, teníamos fama de no callarnos ni debajo del agua. El director, conocido por su mal genio, sus maneras estrictas y su inclinación obsesiva a los experimentos de ciencias, se acercaba a la clase cruzando el patio desde el gimnasio. Los que estábamos cerca de las ventanas dimos la voz de alarma, pero insurgentes como éramos nos importaba poco. Para una vez que teníamos un ratito de diversión…
El director entró y pidió silencio, su petición fue ignorada en tres ocasiones en las que su tono de voz iba aumentando gradualmente. Al final, arrebolado e indignado por nuestra insubordinación clamó a voz de grito: «¡Basta ya! ¡Callaos de una vez! ¡¡No quiero escuchar ni una mosca aunque se caigan las paredes del colegio!!». A los tres segundos y como un anunciado presagio, todos los murales que teniamos colgados al fondo de la clase se vinieron abajo con un estruendo espantoso. Aquí, definitivamente, se hizo un silencio sepulcral que vino seguido de varios minutos de risas y carcajadas por doquier, compartidas, incluso, por nuestro severo director.
En otra ocasión, entró en la clase un profesor buscando a otro. Soprendido ante el silencio de la clase y dándose cuenta que no habia ningún maestro en el aula, se puso en guardia de forma automática y empezó a preguntar qué diablos pasaba -no era normal tanto silencio en una clase bulliciosa como la nuestra y menos sin docente vigilando-. A sus preguntas obtuvo más silencio como respuesta. El pobre hombre empezaba ya a perder los nervios, pero hasta los más aplicados bajaban la cabeza y seguían sin contestar.
Al final, a T.F. se le ocurrió hablar. Acto seguido la clase entera se levantaba para atizarle las merecidas collejas que el juego «mudos-quietos-ya» requería para quien infrigiera la regla, que consistía en guardar un silencio prolongado hasta que alguien lo rompía y se le aplicaba el justo castigo. Desde luego, el profesor se quedó estupefacto. Debió pensar que nos habiamos vuelto locos, aunque supongo que, en cierta manera, todos los docentes se habían medio acostumbrado ya a nuestras barrabasadas.
Después de hacer las delicias de mis amistades con mis historietas escolares, me despedí de ellos, y, de vuelta a casa recordé, entre risas ahogadas, las largas siestas del Sr. Centelles mientras estudiábamos, las explicaciones de matemáticas del Sr. Piñero, que nadie entendía, la estricta Srta. Caterina que bajaba nota a la mínima falta de ortografía o incorreción gramatical, el Sr. Nicolás y las dichosas fracciones y números primos, los nervios terribles cuando el director, el Sr. Jordi, te hacia salir a la pizarra a explicar ese terrible ejercicio de física que versaba sobre la energía cinética y potencial, y te entretenías en dibujar convenientemente la piedra en lo alto del acantilado y los estados energéticos por los que pasaba cuando caía, pero siempre te dejabas algo y tras el grito: «¡Mal, suspendido!», te ibas a tu silla con un 4, cabizbajo pero aliviado y esperando a ver si el siguiente conseguía explicarlo a su gusto. ¡Qué recuerdos!
Es por todo ello que cuando escucho a alguien hablar con tristeza de su vida escolar, me acuerdo de cuan afortunada fue la mía. Tantas ocurrencias, tantas anécdotas divertidas… Éramos un grupo bien avenido y de hecho aun lo somos. Aprovechando las modernas tecnologías, tenemos hasta un grupo de whatsapp, donde las risas también están aseguradas. Y es que algunas cosas, afortunadamente en este caso, nunca cambian. No es de extrañar que nos llamaran» Los Elegidos»… los elegidos para hacer las mayores trastadas de la historia.
Y cada año, en esta época de vuelta al colegio y de otoño incipiente, no puedo evitar hacer una pausa, cerrar los ojos y volver atrás en el tiempo para evocar el olor a libros nuevos, recordar a compañeros y profesores, y revivir, una vez más, todas las sensaciones y emociones que me embargaban ante la perspectiva de un nuevo curso escolar.
“Una de las cosas más afortunadas que te pueden suceder en la vida es tener una infancia feliz”.
Aghata Christie.
Dedicado, con todo mi cariño, a tod@s mis compañer@s de E.G.B. de la «Escola Povill» de Olesa de Montserrat (Barcelona).