Soy una persona que considera la comida más una necesidad de supervivencia que un placer hedonista. Por tanto, me resulta indiferente comer una cosa u otra, eso sí, siempre dentro de mis gustos, por otro lado, bastante limitados, con lo que no tengo una gran variedad de alimentos que me gusten para escoger. Así pues, antes, comía más o menos de todo lo que me gustaba, sin preguntarme en ningún momento sobre la procedencia de los alimentos que consumía.
Un día, mientras hacía zapping viendo la tele, encontré un documental que hablaba sobre las granjas y el maltrato absolutamente repugnante que se les da a los animales en esos lugares. El visionado de esos horrores me hizo replantearme todo lo relacionado a mi alimentación. Fue algo realmente impactante y decidí que yo no iba a ser cómplice de tales aberraciones, torturas y sufrimientos. Lo primero que hice fue dejar de comprar paté y cualquier producto similar. No podía hacer otra cosa, después de ver a las pobres ocas alimentadas por la fuerza en unas condiciones terribles y donde los sistemas implantados se asemejaban más a una cámara de los horrores que a una granja. Lo siguiente fue dejar de comprar carnes rojas, cosa que no me costó demasiado puesto que jamás habían sido santo de mi devoción.
Más adelante, me reafirmé en mi idea de no tomar ningún tipo de producto animal ante otra visualización en forma de reportaje de un experimento realizado por una organización que llevaba a cabo una tarea de concienciación social. Se invitó a pasar a un grupo de personas a un salón muy elegante, donde podían degustar varios tipos de foies y patés. Después, mientras los comensales apuraban los últimos bocados, se les pasó un vídeo donde se mostraba la procedencia del producto y el sufrimiento de los miles de patos y ocas de una granja con un sistema de producción aberrante. La mayoría no pudieron tragar las ultimas migajas, muchos salieron llorando, otros escupían los restos en una servilleta y algunos salieron, incluso, indispuestos de la sala. Esto demuestra que no hay una conciencia social sobre el origen de los alimentos. Todos los asistentes entraron tan contentos y todos ellos salieron decididamente enfermos y conmocionados.
La alienación, respecto al mundo natural, a la que estamos sometidos muchos ciudadanos, sobre todo los urbanitas, nos puede llegar a hacer pensar que el pollo, la ternera, el paté o el jamón dulce son productos que aparecen en la estantería del súper de turno como por arte de magia. Estos productos sufren lo que se llama una desnaturalización, ya que en ningún caso vemos al pollo, a la oca, al gracioso ternerito o al cerdito regordete y, por lo general, ya lo compramos todo troceado o envasado, lo que nos evita enfrentarnos a las tan molestas e inoportunas cuestiones morales que no tienen cabida ni tiempo en el mundo agitado, en la sociedad líquida en la que vivimos. No nos paramos ni por un momento a cuestionar lo que hay detrás de esa bandeja de brillantes filetes de pollo o de esos, supuestamente, deliciosos escalopes ya enharinados y dispuestos en una bonita bandeja de diseño. Parece que todo conspira para que no nos paremos a pensar, ni por un segundo, en todo el padecimiento animal que hay detrás de todo ello.
En líneas anteriores, he puesto el ejemplo de las ocas, pero en el listado general podemos incluir a todos los animales dedicados al consumo humano, que no son pocos. Granjas de producción masiva para una sociedad cada vez más consumista, más voraz y menos concienciada, que paga con su salud, en muchos casos, esa hambre insaciable de proteína animal. Tampoco es mi intención hacer aquí apología de la estricta dieta vegana, que tiene todo mi respeto, aunque sí que quisiera hacer un llamamiento a la concienciación social sobre este asunto.
Una de las cosas que las instituciones públicas deberían tener en cuenta al respecto de esta cuestión es el establecimiento de unas normas más estrictas, donde primara el bienestar animal a los beneficios económicos, que establecieran un control más exhaustivo de los procesos y procedimientos seguidos, donde se protegiera a los animales del maltrato y se evitaran las terribles condiciones de vida que padecen. Tampoco vendría mal que potenciaran la alimentación ecológica. Aunque hay que ser realistas: como es poco probable que los hábitos de consumo de la mayoría social puedan cambiarse, al menos deberían impulsar el consumo de carnes procedentes de granjas donde los animales vivan libres, se alimenten de productos naturales, y se respeten los tiempos de crecimiento y la producción responsable.
El capitalismo implacable, salvaje y despiadado que mueve a las grandes empresas es el instigador y el responsable de las torturas a las que son sometidos los animales, con la complicidad y el silencio de una sociedad de consumo cada vez más alienada e indiferente con el sufrimiento de miles de animales explotados en lo que yo llamo granjas de tortura.
No importan los medios de obtención de beneficios, que se utilicen sistemas que dejen de lado la moralidad y la ética, y que se perjudique la salud de los consumidores. Aquí, todo vale con tal de vender y ganar dinero
Tal vez, echar una mirada al pasado nos pueda ayudar a fomentar unos hábitos alimenticios más saludables y responsables. Los pueblos de la Antigua Grecia, por ejemplo, eran muy longevos. ¿La causa? Muy simple. Solo realizaban una o como mucho dos ingestas al día a base de cereales o vegetales y, de vez en cuando, si tenían la suerte de haber nacido en una familia noble, también tomaban algo de carne. Si no era así, debían esperar a la celebración de alguna festividad religiosa donde los animales llevados al templo como ofrenda eran sacrificados en honor a los dioses y repartidos entre la comunidad. Seguramente, sus frugales hábitos alimenticios unidos a la práctica del deporte, al que eran tan aficionados, fueron factores decisivos que favorecieron el florecimiento mental de una civilización de la que somos herederos.
Esa antigua forma de vida sana contrasta con el modo de vida actual. Productos industriales, sabores artificiales, mejunjes disfrazados de fast food, y azúcar, mucho azúcar y muchas grasas. Todo ello convenientemente adictivo, promocionado y capitalizado. No importan los medios de obtención de beneficios: que hay que utilizar sistemas que dejan de lado la moralidad y la ética, se utilizan, que se perjudica la salud de los consumidores, se perjudica. Aquí todo vale con tal de vender y ganar dinero. Ese es el baluarte alimenticio de la sociedad occidental. Afortunadamente, parece que una tímida, pero decidida concienciación va surgiendo de algunos grupos sociales que se interesan por mantener una vida sana basada en el deporte y unos hábitos alimenticios saludables, sospechosamente, poco fomentados por unos organismos institucionales, más favorables a los intereses capitalistas del mercado que a la salud de la población en general y al bienestar animal.
El verdadero culpable de un ultraje no es el que lo causa, sino el que pudiendo poner fin a él, se desentiende y no hace nada en absoluto
Así pues, la próxima vez que veáis un humeante y apetitos filete, intentad preguntaos de dónde viene y a qué atrocidades habrá estado sometido el animal del que procede. Porque no nos engañemos, aunque no lo queramos ver o miremos a otro lado, esas granjas de tortura existen y las barbaries a las que someten a los animales a diario también. Y todo ello en pos, única y exclusivamente, de beneficios económicos que enriquecen a unos pocos a costa de la salud de muchos, y que mantienen unos sistemas productivos insostenibles a nivel ecológico. No lo olvidemos.
Y cuando alguien me pregunta extrañado el porqué de mi negativa a comer carne, mientras me atraviesa con una mirada condescendiente, levanto mi ceja izquierda, señal inequívoca de enojo inminente, y me limito a contestar: «Yo no soy cómplice del maltrato animal», a la vez que pregunto irónicamente: «¿Y tú?». Porque como decían los antiguos griegos, el verdadero culpable de un ultraje no es el que lo causa, sino el que pudiendo poner fin a él, se desentiende y no hace nada en absoluto.
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