Otra vez, como cada año, tenemos las Navidades a la vuelta de la esquina. Para unos son tiempos de alegría y felicidad, para otros, días tristes teñidos de melancolía, mientras que unos cuantos, entre los que me incluyo, intentamos pasar estos días con la máxima normalidad posible, sin caer en excesos de alimentación y gasto monetario que tanto propicia el marketing navideño. Parece que tengamos que comer y gastar dinero a manos llenas como si no hubiera un mañana. Nefastas lecciones inculcadas por el capitalismo imperante en nuestra sociedad y  simbolizado, en esta época, por el jovial y simpático Santa Claus. Pero, ¿quién es realmente Santa Claus?

En el Medievo dios y el diablo mantenían una comunicación que nadie cuestionaba y que era la representación de los opuestos (bien/mal, orden/caos, etc.). Posteriormente, el mundo burgués disolvió esta comunicación, prevaleciendo solo el orden y la racionalidad que caracterizaba esa época. No obstante, en la actualidad, encontramos una paradoja o contradicción en el personaje de Santa Claus, al que se le da una importancia y una veracidad que contrasta con la sociedad racional basada en la ciencia y la tecnología en la que vivimos.

Existen diversas teorías expuestas por varios autores para explicar este hecho. Personalmente, creo que la más llamativa es la interpretación de Santa Claus como guardián y promotor de la moralidad. Su figura de señor mayor, rechoncho y jovial simboliza la conformidad con el orden social establecido. Orden, muy conveniente, por otro lado, para el siempre voraz capitalismo que no tiene escrúpulos en utilizar cualquier elemento para seguir creciendo y manteniendo bajo su control a la población.

Santa Claus capitalista

Después tenemos la cuestión de los niños. El hacer creer a los más pequeños que los juguetes comprados por los padres provienen de un mundo mágico, impide que los pequeños entren en el mundo real de los adultos, se les miente para preservar un sueño idealista —bajo la mirada melancólica del adulto— que nada tiene que ver con la feroz competencia que el niño se encontrará cuando descubra el mundo real. También es interesante el control que esta figura ejerce para modelar la moralidad, el niño crece bajo el paradigma de intercambiar conducta moral adecuada por bienes, y Santa Claus es el responsable de controlar este sistema de intercambio.

Uno de mis filósofos favoritos, Nietzsche, decía: «Dios ha muerto». Y es cierto. En esta sociedad donde los valores religiosos van a menos, la figura de un Santa Claus laico es aceptable para perpetuar una moral sin Dios. Sin embargo, debemos tener en cuenta que la palabra de Dios, ha sido sustituida por la moralidad del mercado, el cual dirige la producción y distribución de bienes. Santa Claus se erigirá aquí como agente de esa moralidad, en un doble papel: de cara al adulto como coadyuvante y cómplice del sistema capitalista y de cara al pequeño, como personaje mítico que cambia regalos por buena conducta.

Aparece, aquí, el problema de los padres. ¿Hay que seguir con este engaño o sería mejor decirles a los peques la verdad desde un principio? Sin ir más lejos, el otro día un padre me planteaba esta cuestión, mientras me comentaba la terrible decepción que sufrió él cuando se enteró de la verdad. Desde ese momento, un nuevo sentimiento surgió en su interior: la desconfianza. Si sus propios padres le mentían, ¿qué podía esperar del resto de personas? Ante el dilema de contarle o no la verdad a su hijo, decidió seguir con la tradición por la presión social a la que se veía sometido. Como respuesta, solo pude recomendarle el visionado de una película que vi hace poco: Capitán Fantástico, en la que un padre le dice siempre la verdad a sus hijos, lo cual contrasta enormemente con la educación tradicional repleta de mentiras y verdades a medias, a la que todos hemos estado sujetos.

Yo fui algo más ingenua con respecto a Santa Claus, de manera que cuando una amiga del cole me contó la verdad, me negué en rotundo a creer semejante despropósito. Indignada, me fui directa a casa a contarles a mis padres la «gran mentira» de mi amiga. Una vez aclarada la situación me sentí bastante tonta y, también, se alojó en mí un sentimiento de desconfianza. Dejando de lado esta polémica, difícil de manejar en los tiempos que corren, lo cierto, es que la imagen de Santa Claus es exprimida hasta la última gota para favorecer una tradición cada vez más materialista que, junto con el individualismo que impregna a la sociedad posmoderna, va dejando de lado los valores morales reales, que son los que debieran prevalecer, mientras el dogma capitalista se erige como la nueva y verdadera moral.

 

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