La pequeña Almudena estaba agazapada bajo unos matorrales, lo que le proporcionaba un ángulo de visión perfecto para contemplar la terrible escena que se estaba desarrollando ante sus ojos, sin riesgo de ser descubierta.
Había seguido sigilosamente a los guardias que habían sacado a su padre de la cama de muy malos modos y, siguiendo sus instrucciones para estos casos, se había escondido en el arcón situado en el exterior de la casa, que utilizaban para guardar viejas herramientas de labranza.
La oscuridad de la noche contrastaba con el fanal que iluminaba el pequeño claro a las afueras de la ciudad. Era una noche de principios de mayo, excepcionalmente tibia, y el incesante canto aturdidor de las cigarras impregnaba el ambiente y proporcionaba una natural e insidiosa banda sonora al dantesco espectáculo.
Los prisioneros estaban divididos en tres grupos. El padre de Almudena se encontraba en el grupo más lejano, a la derecha, y se cubría el rostro con las manos. Su grupo sería el siguiente en ser ejecutado. De ellos se podía percibir el llanto contenido, siquiera algún leve sollozo, por encima del susurro sibilante de sus respiraciones agitadas ante la inminente muerte.
En el extremo opuesto, la niña, aterrorizada, contemplaba a otro grupo formado por las víctimas, algunas ya fallecidas, otras agonizantes, dispuestas de cualquier manera sobre diversos charcos de sangre. De algunas de ellas todavía emergían algunos gemidos expirantes y los últimos y débiles estertores que preceden a la agonía de una muerte lenta. Se hacía obvio que la primera descarga del fúsil del pelotón no había sido inmediatamente fatal para todos. Aun así, ni un atisbo de piedad se desprendía de los crueles verdugos, que ni siquiera contemplaron la posibilidad del tiro de gracia para acabar con el sufrimiento de los moribundos.
El grupo de cautivos situados en el centro del paisaje estaba conformado por cinco hombres indefensos. Resignados a su destino y en completo silencio, esperaban los disparos que acabarían con sus vidas. Entre ellos destacaba uno, cuyo atuendo claro reflejaba la luz del candil. De rodillas y con las manos extendidas a los lados, miraba, desolado, a los ojos de los soldados en una actitud que recordaba a la crucifixión de Cristo, mientras contenía el aliento a la espera de la lluvia de balas. En ese momento, Almudena captó el leve eco, apenas audible, de las respiraciones fatigadas del resto de condenados.
La pequeña hizo la señal de la cruz que le había enseñado su padre recientemente, mientras seguía observando. Desde su estratégica posición también podía ver los perfiles de los soldados franceses, que muy juntos y perfectamente alineados, se preparaban para cargar contra los prisioneros. Su sentido del oído, agudizado por la tensión y el dramatismo del momento, percibió el suave rumor del roce de los uniformes de basta lana de los ejecutores, que se iba atenuando a medida que estos fijaban sus posiciones. Acto seguido escuchó los chasquidos secos procedentes del amartillar de las armas. Después, la orden de fuego y, finalmente, el estruendo de los disparos ensordecedores que pusieron fin a las vidas de todas aquellos hombres inocentes.
Los soldados retiraron, sin ningún tipo de cuidado, los cuerpos. Almudena aprovechó el moderado estruendo formado por el arrastrar de los cuerpos y las órdenes de los soldados para cambiar su posición, situándose ahora justo detrás de los soldados y de la línea de fuego. Su corazón latía fuertemente, su padre estaba en el siguiente grupo y no sabía qué hacer para evitar su funesto destino. Lágrimas silenciosas humedecieron sus mejillas.
Intuyendo que su hija estaba cerca, Antonio agudizó la vista y el oído. Percibió un movimiento justo delante de él y le pareció entrever entre los matojos la oscura cabellera de Almudena. Esta asomó su cabecita y buscó desesperada los ojos de su padre por última vez. Correspondiendo a su mirada, Antonio levantó sutilmente la mano para indicarle que se mantuviera en su lugar y, con un esfuerzo mayúsculo, consiguió esbozar una última sonrisa en un intento de tranquilizar a su niña.
La sonrisa se congeló en su cara cuando los impactos de bala atravesaron sus pulmones y su corazón. La pequeña Almudena cerró fuertemente los ojos y el estentóreo impacto del cuerpo de su padre sobre la tierra manchada de sangre fue lo último que escuchó. Sacudida por el horror de lo que había presenciado se desvaneció y cayó al suelo con un suave y leve eco.
Relato inspirado en el cuadro de Goya, Los fusilamientos, 1814.