Oía la lluvia golpear con fuerza las ventanas del pequeño y desvencijado piso que había sido mi hogar durante los últimos meses. Empecé a recoger mis cosas. Todavía impactada por lo sucedido con Armando, llené la maleta con lo primero que encontré. A esas alturas ya nada me importaba demasiado.
Me encontraba en paz conmigo misma pero a la vez no podía evitar sentirme invadida, a ratos, por algunos remordimientos que percibía como pellizcos en la conciencia. Salí a la calle, arrastrando mi maleta rumbo a la estación de tren. Solo cuando las gotas de lluvia empezaron a calarme fui consciente de que había olvidado el paraguas. Intentaba no pensar en lo sucedido, pero las imágenes volvían una y otra vez a mi mente, como flashes, sin que pudiera evitarlo. Gritos. Lágrimas. Cabellos rubios esparcidos en el suelo. Unas tijeras. Silencio. Y sangre. Mucha sangre.
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Hacía ya una semana que había alquilado una mugrienta habitación en el edificio de enfrente y llevaba varios días observando los violentos abusos a la rubia. Abusos que yo también había sufrido a manos del malnacido de Armando Santos. Acaricié suavemente la nueve milímetros con la que pensaba llevar a cabo mi venganza. Esa mañana me había despertado temprano y cogí mis prismáticos Bushnell Trophy. La lluvia y la tenue luz del amanecer dificultaron un poco mi visión, pero aun así pude ver con relativa claridad todo lo ocurrido. Vi a Armando agarrar de los pelos a la rubia mientras la abofeteaba con fuerza varias veces. La chica sangraba por la nariz y tenía el rostro amoratado. Él la sacó de la habitación a golpes y empujones.
Al cabo de unos cinco minutos la rubia se acercó a la ventana y noté algo raro: su pelo era un revoltijo de greñas mal cortadas. Nunca supe si se lo cortó ella misma o fue el diablo de Armando. Por un instante los ojos de la mujer parecieron coincidir con los míos. Reconocí la mirada. Había perdido el miedo. De repente, Armando la cogió del hombro, ella giró rápidamente y le clavó unas tijeras en el cuello, con fuerza, varias veces. Con una expresión de sorpresa en el rostro, Armando se llevó la mano a la herida intentando contener la hemorragia y a los pocos segundos cayó al suelo. La rubia se quedó un rato mirando. Tenía los ojos muy abiertos, algo húmedos, las mejillas enrojecidas y se mordía el labio inferior con fuerza. Después tiró las tijeras y desapareció.
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Un golpe en el hombro me devolvió a la realidad. Una mujer de ojos verdes se detuvo frente a mí y me miró fijamente. No supe interpretar su mirada, pero me pareció ver un destello cómplice. No la conocía así que no le di mayor importancia y continué mi camino. Llegué a la estación y compré un billete a un destino elegido al azar. Mientras esperaba el cambio, el reflejo del cristal del mostrador me devolvió la imagen de una cara amoratada enmarcada en una maraña mojada de maltrechos y trasquilados mechones. Para evitar miradas y preguntas indiscretas fui directa a una tienda de la estación y compré unas enormes gafas de sol y un gorro de lana. Una vez en el tren, me recosté en el asiento y contemplé el paisaje urbano, gris y húmedo. Poco a poco las terribles sombras de mi mente empezaron a diluirse y dejaron de atormentarme. Suspiré aliviada. Antes de abandonarme al sueño reparador que tanto necesitaba sentí algo parecido a la felicidad.
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Seguí pegada a los prismáticos durante un cuarto de hora más o menos. Armando no se había levantado, con lo que supuse que estaba muerto. La rubia había hecho las maletas como una autómata y había salido a la calle. Bajé a toda prisa. Quería ver frente a frente a la que había hecho el trabajo sucio por mí, a la que había llevado a cabo mi venganza sin saberlo. Tropecé con ella a propósito y la miré. Tras unos segundos, ella siguió su camino. Fue la última vez que la vi.
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